Otro en la cruz de al lado
El cíclope
Mírame, madre.
Soy un cíclope.
Tengo las palabras petrificadas en las manos.
Quise sorprender a la muerte
escondiéndome en el mar;
pero ella trajo la carne de los hombres
hacia esta aldea cubierta de frutos venenosos.
Todavía siento el celo del padre,
el filo de un puñal en la espalda
que me hacía apresurarme
hasta la entrada del tártaro,
hasta las mazmorras pintadas de blanco
donde nos coronaban de luz y de locura
para luego encadenarnos a una roca.
Fue ahí donde los dioses tuvieron compasión,
pero ya fraguábamos los ídolos de la venganza,
ya nos sumergíamos en las fauces del volcán
para versificar la noche con obsesión de triunfo.
Sin embargo, en esta tierra no estaba el enemigo,
no había de quién vengarse,
y la cólera hervía
en cada entraña de la niebla;
se retorcía en el azufre la palabra.
Fue entonces que vinieron ellos,
los hombres soterrados de mar,
pidiendo ayuda,
hurgando las provisiones terrestres
como si de ellos fuese todo;
pero nosotros anhelábamos la matanza,
hacernos un collar de huesos
para danzar de noche frente a las fogatas.
Y fuimos embaucados por los hombres;
ellos madre, me dieron de beber
el vino de las uvas agrias de mi padre
y agitaron salterios,
cantaron canciones llenas de nostalgia,
todas ellas hablaban de un regreso,
de una piel suave y clara
que aún los sigue esperando.
Y de mi ojo blasfemaron las lágrimas,
cada copa me embriagaba más y más,
y caí en el ensueño profundo de las cuevas,
soñaba contigo,
con el lecho perfumado de las ninfas derruidas,
con los pájaros de la antigua Sicilia almidonada.
Ya no tenía miedo al cruzar por sus calles
ni al elevar una manzana a mi boca
ni de llevarme la cosmovisión de los seres al pecho,
como si fuesen míos,
como si fuese el Dios que exhalaba crepúsculos
en las pinceladas de los viejos maestros.
Todo era apacible,
pero me despertó esa daga
que incrustaron en mi ojo,
a tientas perseguía sus voces con ira,
me tropezaba con fonemas
cayendo de mis manos.
Y los hombres malparidos
emprendieron su huida allende el mar,
a sus pueblos de fragatas mercantes,
a sus mujeres de pieles suaves y claras,
a sus perros que los reconocían al llegar.
Fue creciendo la noche de mi odio
hasta inundarme de claveles oscuros esta vista.
He envejecido,
los niños me tiran piedras y se ríen,
solo las moscas me protegen del frío.
Si pasas por esta playa, madre,
si por casualidad bajaras de tu barco
y pusieras tu pie en estas arenas,
recuérdame mi nombre,
enséñame de nuevo a sopesar el fuego,
descríbeme su danza,
entréname una vez más
para matar al hombre con palabras.
Un adolescente encuentra este poema
en un viejo cuaderno y lo atribuye a su padre
Odio a los adolescentes.
Es fácil tenerles piedad.
Pere Gimferrer
Esta es la edad de las heridas.
La edad de aquellos que no amaron el mundo
porque se fueron fundiendo en él
como rosas fosilizadas en su propia belleza.
Los adolescentes miran las cosas con desdén,
conocen la farsa de los espantapájaros,
saben que sería divertido no acatar el consejo,
aplastar con su mano la piel de los erizos,
beberse toda la lluvia hasta caer de bruces,
hacer, cuando nadie los mire, una corona de lágrimas
que romperán en la sentencia de la nieve.
No están al tanto de lo que perderán mañana,
por eso se apresuran a destruir lo que puedan,
salen al sol con sus lentes de aumento
para quemar con paciencia el corazón de Dios
o las falaces mariposas que les revolotean en el estómago
cuando miran a los ojos a otros de su especie.
Algunos mueren temprano y los que no,
como víboras que mudan de piel,
van dejando de ser adolescentes
para enfriarse la sangre en la pulcritud de los relojes.
Entonces empieza la vida verdadera,
se les desprende la noche del cabello,
les deja de latir esa bandada de monedas transparentes
que llevaron un día bajo el pecho
y rubios o narcisos, o negros de amor
o azules de extrañeza,
se elevan por sobre todo risco
y se despeñan al vacío
porque saben que la felicidad
era esa fotografía donde aparecen solos,
robustos de euforia y arrogancia.
Es por eso que merecen la piedad.
Los adolescentes no saben que están siéndolo
hasta que un día descubren, bajo una sed lejana,
que aquellos fueron años de abundancia
y de esa época,
como un signo sonoro y deleznable,
ya solo quedan las cicatrices de la luz.
Linajes
A Sebastián Miranda Brenes
Mucho antes de pronunciar palabra
mi lengua conoció el sabor de la orfandad.
Una a una me fueron dejando,
con un ritmo de cólera o desdén,
las promesas que la vida ahogaba
en el estanque de las luces.
Si una mano extendía para rescatarlas,
el tiempo la cortaba como una breve espiga.
Si intentaba besarlas,
no quedaba en mí sino esta fe
con la amargura de los dioses sordos.
Si corría hacia ellas,
tan temprano acababa derrotado
aun cuando no competía contra nadie.
Y me curtí la piel bajo este sol de octubre,
trabajé en las canteras del lenguaje,
y vi otros huérfanos caminando al lado mío;
todos tenían esa mirada que evaporaba los mares,
venían al unísono de la expulsión de la tierra.
Nadie podía luchar, pero cantaban;
y así del simple polvo
el cielo fue propicio.
Crecieron torres,
catedrales de sal, bibliotecas,
una gota de sangre en la pulsión del óxido,
y todo fue del aire nuevamente.
Un inspirar de sombra
y un exhalar de años
que resisten pese a su destrucción.
Ciertamente no estaré aquí para siempre,
me quebraré en la música nocturna,
en vocablos que no acabaré de comprender,
en puentes ordinarios para nombrar la irrealidad;
pero, habrá quizás una esperanza,
una ferviente ola que se eleve
hasta tocar la espuma de mis antepasados.
Y atrás quedará entonces
el vapor de los altares,
aquellos laureles que tiemblan penumbrosos.
Y mi boca olvidará,
extasiada por la nueva palpitación,
bendecida por los cardos de la luz,
el sabor de la ausencia.
Canción del orgullo
Orgulloso me siento de mi pobreza,
de no caer en resguardo de otros días menores,
con el augurio de aquello que no pudo ser
y se fue abriendo en cada tarde.
Orgulloso me siento de mi fe criolla,
de esta misa de pueblo en la que nadie se arrodilla
y se reza en el idioma del tercer mundo,
donde las casas huelen a pesebre futurista
y hay un Herodes que nos busca
en la penumbra de la selva.
Orgulloso me siento, no me apena
escribir estos versos lejos de la capital,
al margen de los dioses suburbanos
y los castillos de aire, los edificios famélicos
y los rabiosos faunos de las academias.
Orgulloso me siento de no haberme unido al círculo de los desesperados
y postular mi nombre al confín de la desidia
mientras se calientan los asientos de la mediocridad,
se clavan en los ojos los negocios suicidas
y lloran en la cárcel los bufones del rey.
Orgulloso me siento de comer en la mesa del perdedor
y no sentir la acechanza del fantasma del triunfo
con su fría palmadita en la espalda, sus dientes de neón,
sus amigos tan falsos como abrazo de suegra.
Bendito sea yo, una y mil veces, por mi mala suerte.
Esta es mi tierra,
mi pedazo de nada tan querida,
y no hay espacio aquí
para los vencedores.
Rosales del hielo
Y te oigo, madre,
raíz de tanto,
llegar del otro lado de la noche
José Ángel Valente
Tu voz recién hecha fantasma
me ha llegado de golpe
como una pálida raíz entre la noche.
Si no eres tú,
dime quién posa en las barcazas del cielo
y me mira desde arriba,
como si hubiese en derredor
profundidad alguna
y mis manos fueran peces
que se escurren por las aguas enfermas.
Dime quién sino tú ha venido a esta hora
a agonizar dulcemente en las páginas que escribo,
en las paredes y columnas que toco con la vista
y donde vuelve a aparecer
un mar sin movimiento ni sonido,
un ruiseñor aplastado en los rosales del hielo,
una niñez vestida para el despojo
que no creí ver nunca.
Cuál si no tu primera caída
en los umbrales que detuvo el invierno,
cuando sabemos que no fuimos hechos
para la compasión
ni para sentarnos en las bancas de un parque
a alimentar con pena
el silencio de la naturaleza,
mientras vuelve a amanecer
en esta misma desgarradura
y las hojas secas crepitan
sobre los pies macilentos de la vida.
Cuál abnegación o sinfonía
si no la tuya ahora,
que no estás para decirme
todo lo que he desperdiciado,
todo el fulgor que marcaba en los espejos
que una vez yacieron volubles
y que hoy rompí con la delicadeza
de esta nueva vejez.
En qué lugar si no en tu pecho umbrío
arrancaría un puñal de bronce contra tu voluntad
y lo pondría sobre una piedra firme
para dejarme caer en él
como los reyes paganos,
para quien lejos ya de la fe y de la luz
morirá sin su gracia,
pero sin un ápice de error o de vergüenza.
Tu voz, tu sola voz
hecha fantasma,
como una rosa que grita en el pudridero,
como un metal que brilla ante la nada,
ha lanzado un anzuelo a la garganta de la noche
y ha recogido estas secas raíces,
este ensayo de sombras
que ayer fueron mis manos.
Otro en la cruz de al lado
No te acuerdes de mí,
ni en este
ni en ningún otro paraíso.
Déjame en esta cruz
hasta que mi carne se seque,
hasta que el último perro se hinche
por las gotas de mi sangre.
Yo obtuve la vida que merecía vivir.
La que elegí.
Entre parias y brujos ambulantes,
entre asesinos y borrachos
que al amanecer meaban
las begonias del día.
No es para menos este desenlace.
Yo también anduve por los predios
de la juventud brutal
y exprimía la belleza de lo efímero
al incrustar puñales
en la entraña de los ciegos.
Desde un principio me sabía el final del cuento,
y no pasa nada;
he de aceptar los clavos y el madero
porque son toscos como la vida misma
y siguen el orden natural de lo que amo.
No hay vergüenza en la agonía
o en darse cuenta
de que nadie escucha tus aullidos.
Pero no me digas
que esta noche estaré ahí, contigo,
en un lugar que no merezco,
en tu jardín sinuoso
donde retozan los pobres a tu diestra.
Allá ellos.
Allá Tú y tu paraíso.
A mí, déjame morir con dignidad,
hasta que cierre lentamente los ojos
y el bullicio merme al caer el día
como una fina seda
en las ciudades salvajes.
(Del libro “Contra un cielo pintado”; EUNED, 2021)