Víctor Rivera

En el oído azul de la espesura

 

 

 

 

Amacayacu

“…el jardín vuelto al revés se convertía en selva,
una selva no de la tierra,
un mundo nuevo”
Ítalo Calvino

 

I

 

Allí donde se sujetan las balsas y crecen los tallos,

con el légamo oscuro arrastrado durante cientos de kilómetros

de pueblos asentados en la ribera,

con la corriente de peces de vientre plateado

vueltos al sol y al arpón de las gaviotas.

 

Allí donde la verde orilla exige preparación

por parte de los recién llegados, y les demanda,

bajo las reglas del saurio y la palmera,

tener naturaleza de cauce, de hondonada,

de huesos y sedimentos capaces de sostener una isla,

de hacer un nudo duradero para los mástiles,

para las cañas que refrescan la frente de los niños.

 

En esas tardes en que la corriente se aquieta

y solo en pequeñas respiraciones toman aire las maderas hundidas,

exige la verde orilla tener ojo de vigila y desvelo,

ojo de halcón que cae con precisión sobre la carne

y se entrega, como al amor desnudo en las riberas,

al agua blanca que oculta el cardumen,

a la sombra construida por diminutas ofrendas de calcio,

de cascos de barcos que se diluyen sin ser vistos.

 

Decir este mundo es hablar de las madres del río

y el ulular de sus canciones en los remos,

es decir que cuando ya lo escuchas

el encantamiento se ha producido

metiéndose bajo la sien, sin posibilidad de retorno,

como entrar sin remedio en el hechizo del agua.

 

 

II

 

El golpe del agua en el embarcadero

contra flotadores inclinados por el peso de la madera,

contra listones húmedos que sostienen

el último adiós de los mercantes,

el golpe de los racimos cayendo en el fondo de las canoas,

porciones de tristeza para el largo viaje,

en las proas angostas donde apenas un corazón cabe.

 

El golpe de la lancha cuando toma vuelo

y surca el vientre del río,

tocando apenas gramalotes arrancados,

apenas rozando la memoria de las manos

que lavaron la ropa del tiempo,

río arriba, el arco y el veneno

en la leche de las vacas marinas.

 

Los golpes secos de burbujas que revientan

soltando un hálito de lluvias antiguas

y con ellas la rama dislocada de una ceiba

que cae como caer desde una almena

un ejército de hormigas, un peso de corolas en la tierra,

son los mismos golpes del corazón en las venas

y los reflujos del vientre y los pulmones amplios

de aquel que por primera vez desembarca en la región primitiva,

como si un tambor lo estuviera llamando, y otro tambor,

el de su pecho, estuviera respondiendo sin saberlo.

 

 

III

 

Nadie vuelve a ser el mismo después de vivir bajo esta ley de atracción:

la tierra se curva con el peso de animales que parece que crecieran

cuando la sabana duplica su extensión en una línea de cabellos vegetales

que desordenadamente suben atraídos por la región del trueno.

Los tallos se doblan con el sigilo de cazadores que persiguen la piel manchada

y hunden sus pies para que la arena borre el peso humano.

Las ramas se curvan con el peso de los racimos

como cargas de color a punto de reventar en la hojarasca,

así la luna da su leche inclinada en la boca de los niños

en las orillas que surten las secas raíces.

Las mujeres se recuestan al borde del agua,

en su naturaleza elástica de juncos a la intemperie

capaces de pertenecer a la profundidad y la superficie.

 

Todo termina por doblarse entre la mano caliente del aire

y hojas de plátanos que bailan

igual que lenguas de humo saliendo de casas apartadas,

así la venia elástica y melancólica

de dos viajeros que se cruzan en el paso de las palmas,

con miradas rápidas y elocuentes que hablan de la situación y los peligros

advirtiendo la caída de algún árbol, el avance de la inundación,

o las huellas frescas y en círculos

de un tigre que ha rondado el campamento.

 

Por supervivencia, todo termina por inclinar su oído

al más mínimo mensaje escrito en las corrientes.

Nadie vuelve a ser el mismo después de vivir bajo esta ley de atracción.

 

 

IV

 

Es divino y necesario este peligro nacido de cosas no humanas

y que marca una línea entre las casas y el lugar salvaje.

Es una tensión que termina por quererse

porque vuelve aguda la mirada y ágiles los cuerpos.

Pronto se transita en el agua y en la tierra,

como si cada día fuera una rutina de tratos vitales,

en la cuerda floja de caminos que esconden la flor y el veneno,

en ríos que entregan el alimento y el negro abrazo de las boas.

 

Nadie muere aquí de tedio, y todos han hecho amplio

el pabellón de sus oídos, para escuchar la mínima variación del aire,

casi oliendo, como el hurón que otea el cielo,

la proximidad de la lluvia o la sombra de un felino.

Así se han hecho magos y adivinos de la cara oculta de la hojarasca

de lo que duerme en la copa de los árboles

o se esconde entre el limo y el cristal de las orillas.

Pero fueron largas las horas atendiendo cada uno de los ruidos

en una vigilia que comenzó con el inicio de los tiempos,

cuando todo era penumbra

y el hombre debía ir a tientas probando la miel de los árboles

entre las espinas del jardín salvaje.

Desde un principio vivir fue conocer la saciedad y la prudencia.

 

 

V

 

Pero no todo era rudeza,

y abrir la noche era soplar el aire hasta hallar la transparencia,

correr las nubes, voltear la tormenta

solo con lanzar hacia arriba una bocanada de tabaco.

También la luna subía por el espacio

con cada uno de los golpes del tambor,

como si el pulso del instrumento sonara dentro de la diosa blanca

y dentro también, escrito en los anillos,

de árboles que ayudaban a sostener el peso de la oscuridad.

 

En la región primitiva que impone las fronteras de su vegetación

alguien despejó los caminos soñando que los despejaba

y atrajo las creaturas soñando que las atraía.

Pero no fue fácil convocar las apacibles manadas

o llamar la lluvia en tiempos de sequía,

fue necesario dormir bajo el árbol adecuado

e imaginar en la fosforescencia de las hojas

pájaros que subían desde la tierra

o plantas que revelaban la bondad de sus tallos.

También hubo un lugar que no debió ser transitado,

una región oscura que debía permanecer sin ser tocada,

en la bravura de sus difíciles bosques,

en el extravío de su propia sombra.

 

 

VI

 

Aquel pájaro que cantaba en las ramas altas

y que jamás fue visto.

La larga porción de río que impedía su navegación

y las marcas en la vegetación que señalaban

el inicio de la frontera prohibida,

daban a mujeres y hombres

motivos para permanecer durante horas

tumbados en la hamaca, trazando en el aire

caminos que recorrían los espacios no conocidos.

Allí vieron plantas luminosas, hierbas doradas,

árboles frutales bien cuidados y extrañamente plantados

a cientos de kilómetros del pueblo.

Allí vieron hombres y mujeres desnudos cuya aura

los protegía de la picadura de los mosquitos,

y a cuyo paso las serpientes se apartaban.

Allí caía una lluvia distinta, un caudal que bajaba

por el tronco de las ceibas y calaba las resinas

tiñendo de rojo y amarillo las raíces.

 

Entre los últimos árboles de la tierra

nuevas maderas entregaban al aire un olor a savia dulce

que daba vigor a las espinas

y al veneno de azul de las hormigas que custodiaban aquel jardín.

Entre el sueño y la vigilia, vieron el origen de su pueblo,

cuando los animales fueron humanos

y los niños nacían de la rodilla hinchada de los dioses.

 

 

 

 

-Selección de poemas del libro En el oído azul de la espesura,
ganador del VI Premio Hispanoamericano de Poesía de San Salvador 2021.

Víctor Rivera (Popayán, Colombia, 1980). Músico de la Universidad del Cauca, Magíster en Literatura. En el 2011 publica con la editorial Gamar, su libr ... LEER MÁS DEL AUTOR