Cercana a los ojos
(Versión al español de Hugo Gutiérrez Vega)
Cercana a los ojos
Cercana a los ojos y a los cabellos sueltos
sobre la frente, tú, pequeña luz,
absorta enrojeces mis papeles.
De adolescente ardía hasta el anochecer
junto a tu demacrada claridad, y eran extraños
los rumores del viento y el canto de los grillos
solitarios.
Entonces en las estancias sin memoria
dormían los parientes, y mi hermano,
tras un delgado muro, estaba inmóvil.
Ahora tú, luz rojiza, no nos dices en dónde está
y, sin embargo, iluminas y suspira
el grillo en los campos desiertos;
mi madre se peina ante el espejo,
con un gesto tan antiguo como tu luz,
y piensa en aquel hijo ya sin vida.
El llanto de la excavadora
(Segunda parte)
Pobre como un gato del Coliseo,
vivía en una barriada hecha de cal
y tolvaneras, alejada de la ciudad
y del campo. Viajaba cada día
en un autobús agonizante
y la ida y el retorno
eran un calvario de sudores y de ansias.
Largas caminatas bajo la ardiente calígine,
largos crepúsculos frente a los papeles
amontonados en la mesa, entre calles de fango,
bardas, casuchas cubiertas de cal
y sus cimientos, con trapos por puertas…
Pasaban el vendedor de aceitunas y el ropavejero
que venían de cualquier otra barriada,
con su polvosa mercadería parecida
a cosa robada, y con la cara cruel
de los jóvenes envejecidos por el vicio,
de los hijos de madre de dura y hambrienta.
Renovado por el mundo nuevo, libre,
un resplandor, un hálito,
que no puedo describir, daba a la realidad
humilde y sucia, confusa e inmensa,
que hormigueaba en la barriada meridional,
un sentido de serena piedad.
Había en mí una alma que no era sólo mía,
una pequeña alma crecía en aquel mundo del
confinamiento,
nutrida de la alegría
del que ama, aunque no sea amado.
Todo lo iluminaba este amor,
si bien adolescente, heroico
y madurado por la experiencia
nacida a los pies de la historia.
Estaba en el centro del mundo en aquel mundo
de barriadas tristes, beduinas,
de amarillentas planicies arrasadas
por un infatigable viento
que venía del cálido mar de Fiumicino
o de los campos donde se perdía
la ciudad entre tugurios; en aquel mundo
extrañamente dominado por la cárcel,
el cuadrado espectro amarillento
en la amarillenta calígine,
horadado por filas iguales
de ventanas obstruidas, erguido entre los campos
y los adormecidos caseríos.
Los cantores y el polvo que el vientecillo
ciego hacía volar,
las pobres voces sin eco
de mujerucas venidas de los Montes
Sabinos, del Adriático y aquí
acampadas con sus enjambres
de chiquillos duros y enfermizos,
estridentes, con sus camisetas raídas
y sus grises, astrosos calzoncillos;
los soles africanos, las agitadas lluvias
que convertían las calles en torrentes de fango,
los autobuses en la estación
anclados en su esquina,
entre los últimos vestigios de hierbas blanquecinas
y algún ácido, ardiente basurero;
era el centro del mundo, como era
el centro de mi historia aquel amor
por todo eso; y en esa
madurez que, por recién nacida,
era aún amorosa, el porvenir
se presentaba claro, ¡era claro!
Aquel barrio desnudo bajo el viento,
no romano, no meridional,
no de trabajadores, era la vida
bajo su luz más actual;
vida, y luz de la vida, plena
en el caos subproletario
descrito en el burdo periódico
de nuestra célula; era
la nota roja del vespertino; el hueso
de la pura existencia cotidiana,
real por ser tan cercana,
absoluta por ser
al fin tan miserablemente humana.