Con tu más hondo fuego
Con tu más hondo fuego
I
Lo que había era agua
y un reflejo en el agua
punta de flecha para ofrecer
la memoria y sus eras geológicas.
No sabemos si se perdió
el tiempo para encontrarse.
Secretos
tus peces rojos
¿los recuerdas en el estanque?
II
Elige el silencio, la noche más larga
un cúmulo de voces se alza junto al río.
La lámpara, con su candor de nieve
nos ofrece de nuevo su regazo.
Si acaso las horas claras
las horas de soledad.
Pájaro huérfano
¿para qué esperar las sobras del banquete?
Elige la hondura de saberte a ti mismo
y abraza tu desnudez
transige
con tu más hondo fuego.
La balada del cangrejo ermitaño
I
Gaviota
caldero humeante
visión de una isla
recoge frugal.
Quien escribe contempla solitario.
II
Abandonar para abandonarse. El cielo hundido, el córneo ejercicio de la desolación.
III
Concha ajena a la medida
de crecer sobre la arena.
En las paredes el mar
la casa a cuesta
la sal de peces.
Más que una pluma
Polvo. Cuerpo-polvo y ahora el cielo.
Lejos el deleite, la espesura
vivir es aprender a simular.
Sobre mi cabeza la ciudad. El dios
con su exacto prejuicio.
Yo debajo y la niebla
con su angustia de cáscaras.
He aquí me maleficio, mi conjuro:
para morir no hace falta que se seque la sangre
un corazón olvidado pesa más que una pluma.
Y yo olvidada confundo el orden, altero el orden
de las palabras. Decir nada tengo más allá del terror.
No hace falta un motivo para naufragio declarar.
La paciencia de criar un animal
Recuerdo a la muchacha que lloraba
en el avión, se despedía
de un amor de verano.
Quise advertirle, pero era joven
lloraba tanto.
¿Y quién no tuvo un amor así?
¿Quién no dio de su madera hasta astillarse
a cambio de una historia condenada al olvido?
No estuvimos a salvo.
Pero déjalas que lloren, las mujeres
y que paran sus larvas bajo el sol.
Déjalas que se marquen a fuego y sangre
y se abismen en sus pechos las miasmas
más hondas.
Déjalas que aúllen en las noches como perras.
Deja que se les calcine el corazón en un poema
cursi y tremebundo.
Solo así aprenderán
del amparo del desierto y sus serpientes
la paciencia de criar un animal
para matarlo.
La runa en blanco
I
Te lo has dicho tantas veces
qué vergüenza
la piedra del tropiezo está en tus manos
equivocas tus dedos con membranas de anfibio.
En algún lugar fuimos felices.
La madre
con su caldero humeante
planea sobre la mesa.
Si pudiera compraría una ciudad, sus oropeles
el espasmo de su cuerpo y su memoria.
Un animal se enciende bajo la noche
habla de amores dibujados en humo
apenas un hueso y un hervor amarillo.
Si pudiera compraría una ciudad
para habitarla todos, incluso los muertos.
Pero no puedo, cruzo la puerta.
No cuento rostros en la partida.
II
Este incendio derrite
la rígida estructura de la casa.
Los cimientos fueron quemados.
Una yegua trota en mi pecho
espanta con sus patas las cenizas.
No era yo carne de sacrificio ni el secreto
de una fosa cavada en la tierra.
Al final del combate un milagro nos espera
una flor extraña, forjada en el limo.
Si tenemos suerte, si logramos verla
habremos comprendido lo que pulsa bajo el sol
el imperio fértil de las fragmentaciones.
Dame lo fresco, brinda
por la furia estruendosa con que un año se acaba
se alternan las estaciones.
Un extraño porvenir se arroja sobre estos huesos
la runa en blanco.