Emilio Coco

Con los años la memoria me traiciona

 

 

 

(Poemas inéditos en la traducción al español de Marco Antonio Campos)

 

 

 

CON LOS AÑOS LA MEMORIA ME TRAICIONA

cada día más. Pierdo de vista

las cosas más queridas, no recuerdo

ya donde están, tal vez las puse

en las gavetas equivocadas o bajo los libros

que no tomo ya hace tiempo. Estarán sobre la mesa,

esparcidas entre papeles amontonados

o enrolladas

bajo el librero del salón

donde ya hace tiempo no retiro el polvo,

porque tendría que inclinarme hasta el suelo

pero si ensayo a doblar las rodillas me crujen

y tengo un dolor terrible en la espalda

cuando me alzo apoyándome con los codos

en la mesa o en el brazo de la silla.

Se me borra el código numérico

del cajero automático. Lo he escrito en una hoja

oculto entre otros números,

pero no me acuerdo dónde lo puse:

si en el  bolsillo interior del abrigo

o si lo he conservado en una caja,

o en la cartera que ya no uso

o en el cajón del escritorio.

Por más que hurgo en mi memoria

no encuentro ya el número del teléfono inalámbrico

o del celular de mi esposa

y la cosa que me da más miedo

es que me es difícil también con el mío.

¿Y los calcetines, los zapatos

que había guardado en el armario

con el tubo de crema y el cepillo?

Desaparecidos. Desperdicio mis mejores horas

a revisar en todos los rincones como

si alguien los hubiera escondido para llevarme la contra,

o porque piensa que están para estorbar,

o que es mejor sustituirlas con otras que sean útiles

o acaso busco cosas que no son

aquellas que estoy buscando, me parece que enloquezco,

a veces no recuerdo ni mi nombre

y esparzo billetitos dondequiera,

en casa o por las calles que recorro

con mayor asiduidad,

en los que escribo mi nombre.

 

 

 

 

LOS VIVOS NO SE OLVIDAN DE LOS MUERTOS

como a menudo se oye decir entre la gente,

son ellos que se olvidan de los vivos,

ya no piensan en nosotros, no he visto

a ninguno arrancarse la ropa o el cabello

por el desapego o sufrimiento

de no vernos más, de no oír

nuestras voces, de no abrazarnos

con  la misma efusión de cuando eran vivos.

No sienten la necesidad de estarnos cerca,

son ingratos, y por más que nos empeñamos

en cantarles el réquiem cada noche,

antes de acostarnos, no surgen en el sueño,

o lo hacen sólo raramente,

no los he visto nunca. Estoy muerto para ellos,

soy como un extraño,

no los veo merodeando por la casa,

ni hurgar en los cajones de la cómoda,

ni quitar los vestidos de las perchas,

acostarse al lado mío en el sillón,

leer un libro, hacer los crucigramas,

ni se sientan ya a la mesa con nosotros

y aun si estamos vivos nos tratan como muertos.

Si para ponernos contentos vienen en medio de nosotros,

pero sólo en lo oscuro, no quieren ser recordados

como lo eran cuando vivos, son sólo fantasmas

que ni siquiera espantan ya a los niños.

Y no les importa aquello que perdieron,

ni lamentan dolores ni alegrías,

tienen ojos sin lágrimas y labios sin besos,

hay como una pared insuperable

entre muertos y vivos. Cada palabra dicha

de una y otra parte puede llegar distorsionada

y un mensaje de amor viene a menudo cambiado

por un gran improperio. No hay ningún coloquio

que pueda favorecer una cercanía

entre su mundo y el nuestro. Con todo nuestro esfuerzo,

no lograremos jamás volverlos a la vida.

 

 

 

 

CONSTRUIREMOS LA CASA EN LO ALTO DE UN ÁRBOL,

nuestra última casa, la más bella.

Clavaremos maderas en las ramas

para hacer el pavimento y alzaremos

otras para las paredes y el techo.

Habrá ventanas y un tragaluz

en el bajo techo donde conservar

leña seca en una chimenea

cuando llegue el invierno.

Pintaremos el cuarto de dormir

con un color rojo intenso que recuerde

el ardor de nuestros años juveniles

y que nos estimule en la edad tardía

a repetir los juegos veinteañeros.

Colorearemos todos los demás cuartos,

la cocina, el saloncito, la sala de estar,

con la tinta de las ramas cuando es verano,

para que la casa y el árbol se unan

en un indisoluble conjunto,

de brazos, piernas y frondas

y con nosotros se vuelva un solo cuerpo,

se levante hasta el cielo

donde el aire es más puro, más vasto el horizonte.

Cuando caiga la noche

el techo se cubrirá de puntos luminosos

y una brisa suave arrullará nuestro sueño.

Jalaré hacia arriba la escalera de cuerdas a lo largo del tronco

y ya no habrá regreso aquí a la tierra.

 

 

 

 

ESTÁ UN VIEJO ASOMADO A LA VENTANA,

se le deshace el futuro entre las arrugas,

no tiene casi presente y alimenta ilusiones

que la realidad destruye una a una,

sólo el pasado lo mantiene en vida

y se aferra a los recuerdos que con el tiempo

se hacen más difuminados e inconsistentes.

Sólo pocos resisten al hacha  del tiempo

y tiene el vago sentimiento

de ser habitado por el silencio.

 

Es un viejo que se mira

dentro con los ojos apagados y no se encuentra

y siente que habita un cuerpo vacío

transcurre los minutos

a hilar la aguja de la muerte

en sus carnes fláccidas.

Cada día que pasa

se ve más jorobado y más canoso

las piernas se le acortan y tambalean

los huesos se reducen y desgastan

se hace siempre más pequeño e inseguro.

 

Aquel viejo ya no siente ningún dolor

si en familia le hablan

de la muerte de algún amigo íntimo,

o de un pariente próximo,

no sabe fingir

ni siquiera una lágrima.

Ha llegado a un punto

que ya no lo atormenta

aquello que podría pasar en una hora

si aún estará vivo o no,

y aquello que es aún peor,

no le interesa ni siquiera el pasado,

cierra la ventana y va a distenderse

sobre el sillón de al lado,

insiste en tener los ojos abiertos

pero hace ya mucho que se ha dormido.

 

 

 

 

QUIERO TENER UNA CASA

calafateada y con paredes dobles,

donde no me alcancen

las voces de los condóminos, los pasos rumorosos

de la señora del piso superior

que continúan hasta tarde en la noche

como un reo que arrastra las cadenas

sobre guijarros cortantes.

Una casa lejana del terruño,

con un gran patio

a un centenar de metros de la calle

circundada de encinas que amortiguan

el ruido de los coches.

Tapizaré el patio con hierba gruesa,

lo regaré a diario y rodaré

como lo hacía cuando nevaba

a lo largo de los escalones de Santa Chiara.

Una casa con las ventanas hechas

para recibir el cielo cuando es azul

y el agua de las nubes

para beber y para usar como ducha.

 

Quiero tener una casa donde el sol

aclare los días que he transcurrido

en este enorme edificio en donde habito

circundado por libros que nunca he deshojado,

donde me sienta finalmente libre

de todo saber inútil

con que he destruido el ánimo por años.

Donde crear mi paraíso,

completamente desnudo,

sin estar ya ligado a ninguno,

donde la muerte llegue sólo cuando quiera

y se siente conmigo en el peldaño del umbral,

me ilumine de ella y la colme

de atenciones y premuras

para que se sienta en su casa.

 

Emilio Coco Nacido en San Marco in Lamis (Foggia, Italia, 1940), es hispanista, traductor y editor. Dirige la colección de poesía “Iberoamericana” ... LEER MÁS DEL AUTOR