Esos pequeños seres
Esos pequeños seres
En un país que amaba ya estará anocheciendo.
Coronados por sus mustias guirnaldas,
esos pequeños seres creados cuando la oscuridad
vuelven a poblar con sus tiernas músicas,
a golpear con sus manos de brillantes estíos
ese rincón natal de mi melancolía.
Sonríen los inasibles huéspedes,
las criaturas largamente buscadas en las secretas ramas,
en lo más escondido de las piedras,
en la sombra abandonada del que salió de ella eternamente joven.
Desde la lejanía me sonríen.
Qué inútiles sus gestos, sus caricias,
cuando algún largo tiempo nos conoce calladamente ajenos,
cuando ya no hay temor por el huyente roce de los muertos que amamos,
ni por el musgo que crece murmurando sobre el corazón,
ni por las voces nocturnas de los que se despiden sollozando:
-¡Yo te esperaré siempre allá, doliente desaparecida!
Vosotros,
que habitáis en mí la región desmoronada del miedo,
de las ansiadas compañías terrestres:
¿A qué volvéis ahora
como un sueño demasiado violento que la infancia ha guardado?
Apenas si un recuerdo os reconoce,
cada vez más lejanos.
Entonces, cuando amor
Yo te recuerdo en mí, guardado amor, desde hace mucho tiempo:
era joven aún tu antigua melodía
y recorrías solo esos abandonados dominios del silencio
preferidos contigo por las hierbas y las tapias ruinosas.
Tú buscabas allí desorientado, un pecho transparente
donde la soledad y el desamparo contemplaran su imagen lo mismo que en un río.
La juventud velaba distraída,
prisionera de ti como una tierra donde tan sólo habita algún dios inmortal,
encerrando sus días en suspiradas flores que guardabas, amor, marchitas en tus manos,
como su fuera dada a tu deseo la terrible belleza de contarnos un día,
lejana tu mirada a nuestros ojos,
esa vieja leyenda en la que somos, unidos todavía,
ese largo reflejo del agua entre las hojas.
Entonces,
cuando el terror llamaba verdadero en el interminable corredor de un sueño
y donde lo ignorado de nosotros respondían la crueldad, la piedad y el abandono,
tú cantabas de pie, invencible y altivo sobre los delirantes despertares;
y cuando la tiniebla simulaba, bajo el cansado y débil resplandor de las lámparas,
imágenes temibles, engañosas al corazón confiado,
era un mismo semblante el que se alzaba más alto que las altas soledades.
¡Oh, amor! Toda la fuerza oscura de la tierra está en ti
y basta siempre un nombre, una palabra apenas desprendida del mundo,
para entreabrir un cielo semejante,
un país escondido donde sobrevivimos a la incesante y muda confusión de los días.
Allí el tiempo prolonga nuestro tiempo junto a los mismos dones,
mecido lentamente por esos largos ecos del follaje
en que reconocemos nuestras voces mucho después de entonces,
cuando fueron,
demoradas aún por todo lo imposible.
Allí el viento conoce desde antes que nosotros
ese fulgor dichoso que nos cubre la piel,
ese dulce y velado porvenir tan antiguo como el primer recuerdo
que reposa encendido bajo la gran ceniza de la tierra natal.
Este es tu reino, amor,
esta profunda sombra memorable en la que penetramos justamente.
Así se va al encuentro de algún gesto,
de aquel en que el destino se consume de pronto, intacto y duradero.
Sin embargo, a lo lejos, tú lo sabes,
donde la vida sigue todavía una inmensa tristeza,
se entreabren ciertas puertas que no conducen nunca a sitio alguno,
ajenos a nosotros descendemos callados ciertas interminables escalera
donde los pasos suenan adentro de otros pasos.
Acaso nos aguarde, en medio de la noche pavorosa,
la enemiga de todos tus amparos.
Ella, la lejanía.
No hay puertas
Con arenas ardientes que labran una cifra de fuego sobre el tiempo,
con una ley salvaje de animales que acechan el peligro desde su madriguera,
con el vértigo de mirar hacia arriba,
con tu amor que se enciende de pronto como una lámpara en medio de la noche,
con pequeños fragmentos de un mundo consagrado para la idolatría,
con la dulzura de dormir con toda tu piel cubriéndome el costado del miedo,
a la sombra del ocio que abría tiernamente un abanico de praderas celestes,
hiciste día a día la soledad que tengo.
Mi soledad está hecha de ti.
Lleva tu nombre en su versión de piedra,
en un silencio tenso donde pueden sonar todas las melodías del infierno;
camina junto a mí con tu paso vacío,
y tiene, como tú, esa mirada de mirar que me voy más lejos cada vez,
hasta un fulgor de ayer que se disuelve en lágrimas, en nunca.
La dejaste a mis puertas como quien abandona la heredera
de un reino del que nadie sale y al que jamás se vuelve.
Y creció por sí sola,
alimentándose con esas hierbas que crecen en los bordes del recuerdo
y que en las noches de tormenta producen espejismos misteriosos,
escenas con que las fiebres alimentan sus mejores hogueras.
La he visto así poblar las alamedas con los enmascarados que inmolan al amor
–personajes de un mármol invencible, ciego y absorto como la distancia–,
o desplegar en medio de una sala esa lluvia que cae junto al mar,
lejos, en otra parte,
donde estarás llenando el cuenco de unos años con un agua de olvido.
Algunas veces sopla sobre mí con el viento del sur
un canto huracanado que se quiebra de pronto en un gemido
en la garganta rota de la dicha,
o trata de borrar con un trozo de esperanza raída
ese adiós que escribiste con sangre de mis sueños en todos los cristales
para que hiera todo cuanto miro.
Mi soledad es todo cuanto tengo de ti.
Aúlla con tu voz en todos los rincones.
Cuando la nombro con tu nombre
crece como una llaga en las tinieblas.
Y un atardecer levantó frente a mí
esa copa del cielo que tenía un color de álamos mojados
y en la que hemos bebido el vino de la eternidad de cada día,
y la rompió sin saber, para abrirse las venas,
para que tú nacieras como un dios de su espléndido duelo.
Y no pudo morir
y su mirada era la de una loca.
Entonces se abrió un muro
y entraste en este cuarto con una habitación que no tiene salidas
y en la que estás sentado, contemplándome, en otra soledad
semejante a mi vida.