Kostas Psarakis

Formas del tiempo

 

 

(Traducción al español de Manuel González Rincón)

 

 

 

–Padre –le digo con cautela. No sabía cómo se lo tomaría,

no fuera yo a estropear el mejor momento de asueto

que nunca pasé con mi padre. No congeniábamos mucho,

mientras que ahora, siendo ya de la misma edad,

¡qué a gusto jugábamos, como dos niños pequeños!

 

–Padre –le digo. ¿Sabe usted que está muerto?

 

–Sí, Kostas –me dice, algo entristecido o molesto

porque me hubiera dado cuenta–. Lo sé.

 

Después sonrió, obviando mi presencia.

 

–Pero no me empieces ahora con las consabidas preguntas…

 

–De acuerdo –le digo yo. Y nos despertamos los dos contentos.

Cada uno en su mundo.

 

 

 

 

La ventana al norte

 

Voy a abrir la ventana al norte

en la casa vieja,

la desvencijada que no acaba de derrumbarse.

Y me quedaré allí inmóvil,

mirando a los abuelos en las paredes,

mirando los arcones y los inútiles encajes

y el armario a medio abrir con la ropa de los muertos,

mirando los patios yermos.

Allí me quedaré de pie,

y seré viejo y niño a la vez.

Los muertos se sientan en sus patios en silencio,

conversan entre ellos, limpian las yerbas

y rebuscan algo en las despensas.

 

Solo que no puedes verles nunca los ojos

porque eso querría decir que estás muerto.

 

En los patios crecen lentas higueras solitarias.

 

Tras los muros hay un mar.

 

Las infinitas negras aguas del tiempo.

 

 

 

 

Mi madre

 

¿Quién soy yo? –le preguntaba.

Un hombre bueno –me decía.

No me conocía,

quería irse –decía– a su casa,

desconocida de todos

en un mundo lleno de personas desconocidas.

Completamente sola.

 

Al cabo murió, en silencio, como mueren

los viejos.

No me entristecí, no sé por qué. Eran tantos

los trámites que había que cumplimentar.

 

La enterramos, pasaron unos días,

y una noche soñé con ella,

con su vida entera que como un río

salía de su cauce

y fluía inútil en el vacío.

 

Un río de tristeza y amor inútil

que me envolvió, en mi sueño,

entre sus negras aguas.

 

Y di un grito para despertarme,

para agarrarme a algún sitio

y salvarme.

 

 

 

 

Las uvas

 

Anoche soñé con mi tumba.

Estaba bajo un árbol, un olivo apartado

en un verdísimo campo a cierta altura.

 

Y al olivo se le había encaramado la cepa de una viña

y lucía cargado de uvas.

Y bajo el árbol estaba la lápida,

y en la lápida un enjundioso verso.

 

Se tenía una sensación

como cuando cantan muchachas en algún lugar a lo lejos

como si todo fuera muy frágil

–como el azúcar que cristalizó en una vieja bebida dulce–

e inaccesible,

sumergido en su propio tiempo

como las fotografías en las casas antiguas,

pero también de una dulce vanidad

por nuestros inútiles intentos de comprender,

como el niño a la orilla del mar, de San Agustín.

 

Y todo esto, como tantas otras cosas,

estaba escrito en el verso de la lápida

en una lengua etérea y marina

con palabras diferentes a las nuestras,

tiernas, cuyo significado no es doloroso

porque nosotros lo que hemos escrito

y lo que escribamos en nuestras lenguas

es solo carne de sacrificio,

un destrozo del sentido

porque nuestras palabras son duras.

 

¿Cómo habla el viento entre las cañas?

Esas palabras necesitamos.

Pero no debemos olvidar las uvas en el olivo

con su imprevista y decisiva justificación de la belleza.

 

Ni a las muchachas que cantan en algún lugar a lo lejos

la dulce vanidad de todo.

 

 

 

 

Formas del tiempo

 

Ninguna mirada es tan insistente
como la de los muertos
desde las fotografías.
(Yanis Kiriazis)

 

Os veo desde la fotografía

acordaros a veces de mí

y hablarme con desconcierto

de los habitantes del cielo.

 

Cuando ilumina la luna

las heladas cimas

os acompaño en vuestros sueños

entre las formas del tiempo.

 

Cuando soplan los vientos

y fustiga la lluvia

es vuestra nostalgia

la que me arrastra de nuevo a la Tierra.

 

Os veo desde la fotografía

haceros mayores lentamente

en el tiempo que os viaja

sobre sus aguas oscuras.

 

 

 

 

Los promontorios del final

 

Si vas al norte

y atraviesas los campos de los hombres

(lo que solemos llamar la realidad)

allí donde viven las cosas cotidianas,

llegarás a los promontorios del final.

 

En los precipicios del grandioso derrumbe,

allí donde los campos

–sin que los hombres se aperciban–

la altiplanicie

se desploma incesante sobre el antiguo mar

lenta e imprevisiblemente

renovando sus precipicios.

 

Han quedado también islas en alta mar

que se alejan

de la costa que se desploma

y en las islas hay hombres solitarios,

los guardianes del tiempo

 

(encienden de noche la lámpara

que huele a petróleo

mientras oyen los lejanos derrumbes

que los alejan un poco más del campo de los hombres,

de esos hombres que ignoran

la existencia de estos lugares,

tranquilos

con la libertad de la derrota absoluta

y la infinita seguridad de los muertos).

 

En los promontorios del final

donde se precipitan los cuerpos

donde se precipita el tiempo

donde se precipitan los significados.

 

 

 

 

Los vientos de la soledad

 

En las aulas vacías soplan los vientos de la soledad.

Las aguas pudrieron la biblioteca.

Algunos papeles cayeron al suelo.

En algún lugar cercano debe de rondar.

Incluso puede que duerma aquí por las noches.

Aquí lo abandoné

cuando tenía diez años.

 

No creo que me guarde ya rencor.

Al principio lloraba mucho

y me llamaba

sin creerse que lo hubiera abandonado.

Después solo lloraba.

Dejó de llamarme.

Para no culparme

me olvidó.

Después dejó de llorar.

 

Si nos encontramos

en la escuela solitaria

o en el río bajo los plátanos

y me mira a los ojos,

por un segundo, un brevísimo segundo,

hará un inseguro ademán

de abrazarme

quizá incluso se refleje en su mirada

un amor increíble.

Y desaparecerá.

 

Seguro que duerme aquí por las noches.

Entre los papeles esparcidos por el suelo

encontré su certificado de estudios.

Con mi nombre.

 

 

 

 

El horror

 

 A Yorgos Seferis

 

El viento que sopla estos días

nos trae de algún lugar, como hojarasca,

deseos ya muertos.

Destapa el horror.

Sopla bajo los inhóspitos puentes invernales

con la muerte instantánea de la expectativa

en la mirada del vagabundo solitario

que te vira la espalda desde debajo el puente

a ti y al viento helado.

Quién sabe qué esperaba al oír tus pasos

(quién sabe quién creyó que era el que llegaba).

[Pero aquí ha de interrumpirse el poema

porque si continúa dará de bruces con el horror,

aquel horror que no soporto describirte

y que tú no soportas escuchar

del que dice el Poeta

que «no se habla porque está vivo

porque es taciturno y avanza;

un dolor que rezuma, de día y durante el sueño[1],

el doloroso recuerdo de nuestras desgracias»].

Quedémonos pues aquí, en las dispersas imágenes

del vagabundo bajo el puente inhóspito e indiferente,

o en la roca solitaria que hace añicos la fría ola

en las orillas invernales

que se reconcomen por los desenfrenos del estío,

o en las ancianas madres que cuando mueren

como niños desprotegidos

llevándose sus recuerdos vivos sobre ti

te dejan desnudo en el helado olvido,

pero nunca en los jóvenes que encuentran muertos

tapados con una manta en las frías habitaciones de estudiantes

al forzar las puertas.

Nunca, nunca en la sonrisa, la última sonrisa, y en la mirada

la mirada que recuerdas haber dejado atrás

como atrás dejaste a aquel vagabundo

allí bajo el puente, cuando el viento

nos trae hojas secas

deseos ya muertos.

 

 

 

 

Noche extraña

 

Noche extraña.

Se prosternan los árboles

ante vientos inesperados.

 

Un perro rojo

atropellado

yace apacible

en el borde de la calle.

Pude ver desde el coche

un mechón de su lomo

acariciado por el viento

que agitaba los árboles.

 

Yace apacible

vuelto de lado

virado el lomo al tumulto de la calle

como un niño cansado de ser regañado

todo el día

que se abandonó

al regazo de su madre la tierra

y a la caricia del viento

con confianza y olvido

como todos los muertos.

 

Dejé mi alma libre

llevada por el viento

hacia cimas inquietantes

que bate la luna

y hacia lo hondo del mar

sobre unas rocas

que baten las olas

sin piedad.

 

Y vi la tierra virando en el increíble caos

con todos nosotros necios, perturbados

címbalos resonantes

tan desprevenidos

mientras viramos la espalda al mundo bullicioso

y nos abandonamos finalmente

con confianza y olvido

a la caricia del viento

y a las manos de Dios.

 

 

 

 

Epílogo

 

Si hemos de decir alguna cosa,

este es el momento de hablar.

 

Ahora que respiramos libres

de las pasiones que nos ahogaban

en los mares y en las playas

que rondamos tantos años.

 

Si hemos de decir alguna cosa,

ahora podríamos hablar

antes de marcharnos a las cimas

y que nos ensarte la luna

mudos a la roca.

 

Quienes nos zafamos de la lascivia y de la muerte

de las lunas y de los vientos

 

plañimos muertos.

 

Cuando los encontramos alguna vez

en los vacíos bancales de arena

no nos ven.

Perdidos en el tiempo y en el olvido

como madera de deriva

que los torbellinos del tiempo depositan

en las inquietantes orillas del recuerdo.

 

[Era tan difícil comprender

que volar y caer son cosas diferentes].

 

(Las noches que sueñas que puedes volar

sobre aquellos promontorios marinos

que creas de luz de luna y de libertad

quiero que medites esto en profundidad

que volar y caer son cosas diferentes).

 

La muerte nos enseñó el tiempo,

nos enseñó

el río de las formas

con sus orillas misteriosas

y sus costas de insoportable belleza.

 

La belleza nos enseñó la soledad,

la canción de los vientos en lugares solitarios

y la flor de la luna

donde el mañana y el ayer son la misma cosa.

 

El tiempo nos enseñó la compasión.

Qué otra cosa se puede sentir

por las Formas que son creadas para ir a perderse

en el río de los siglos

como los rostros en las nubes

que empujan los vientos.

 

Descubrimos en los acantilados

las riberas del tiempo

y en los istmos inaccesibles

las orillas

del mar eterno.

 

De repente

comenzamos a vivir la vida

como si fuera ya un recuerdo

grabado en la memoria

de los que seguirán viviendo,

de aquellos a los que amamos

y esto es a la vez libertad

y herida.

 

Llegamos a amar la Verdad.

 

Porque nosotros no somos poetas,

simplemente ocultamos en lugar destacado

–como el violín que se oye en el barranco–

las palabras que queremos que oigas.

 

 

 

 

Erótico

 

Cuando sueño con remotos promontorios

y con precipicios que se desploman sin tregua en el mar

como el tiempo,

tú sueñas con viajes a ciudades otoñales

y viejos hoteles con pesadas cortinas y bebidas calientes.

 

Y cuando sueño con la noche salvaje en los desiertos

y con la lluvia que bate las rocas inmortales

y con los refugios de los pastores con la lumbre recién encendida

sobre los viejos rescoldos,

tú sueñas con fiestas alegres, de Navidad

y con habitaciones calientes adornadas y llenas de voces.

 

En todos tus sueños te acompaño, aunque esté ausente,

en todos mis sueños estoy solo y te llevo de la mano.

 

 

 

 

___________

Nota

1.Hace referencia al poema “Última estación”, de Yorgos Seferis, que cierra su colección Diario de a bordo II, en el que el poeta inserta una cita parcialmente modificada del verso 179 del Agamenón de Esquilo, referida al dolor de la memoria espoleada, “el dolor que destila la memoria de nuestras desgracias ante el corazón sin permitirnos el sueño haciéndonos entrar en razón involuntariamente”.

Kostas Psarakis Nació en Járakas, provincia de Heraclio (Creta), en 1957. Estudió matemáticas y ejerce de profesor de esta materia en la enseñanza secu ... LEER MÁS DEL AUTOR