Blanca Andreu

Yo te di huesos de palomas rojas

 

 

 

 

 

De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall

 

Cómo me parecerá extraño el aire que me envuelve,

cómo será así extraño,

cuando tú ya no estés,

la catedral del día,

el claustro que condensa la gran edad de la luz

y el carácter de las tormentas.

 

Amor mío, amor mío, tú sin día para ti,

enjambrado entre espejos y entre las cosas malas,

muerta la plata trascendental

y las ya antiguas anémonas de égloga,

muerta esta versión, que ahora oscuro, y declino, para leerla,

más joven.

 

Amor mío de nunca, afiebrado y pacífico,

versos para el pequeño pulpo de la muerte,

versos para la muerte rara que hace la travesía de los teléfonos,

para mi mente debelada versos, para el circuito del violín,

para el circuito de la garza,

para el confín del sur, del sueño,

versos que no me asilen ni sean causa de vida,

que no me den la dulce serpiente umbilical

ni la sala glucosa del útero.

 

 

 

 

Amor mío, amor mío, mira mi boca de vitriolo

y mi garganta de cicuta jónica,

mira la perdiz de ala rota que carece de casa y muere

por los desiertos de tomillo de Rimbaud,

mira los árboles como nervios crispados del día

llorando agua de guadaña.

 

Esto es lo que yo veo en la hora lisa de abril,

también en la capilla del espejo esto veo,

y no puedo pensar en las palomas que habitan la palabra

Alejandría

ni escribir cartas para Rilke el poeta.

 

 

 

 

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
C. Pavese

 

Vendrá sin las estrellas lácteas

y sin tiranosaurios de luz,

maroma umbilical para niños marítimos

que se ahorcaron con algas y cabellos oceánicos

huyendo en hipocampos de sueño de aquel parto, en la

columna vertical mayor,

entre jarcias y vértebras.

 

Pues somos una saga.

Oleaje escarlata en delito, y cimas de cianuro,

y golpes de cerezo.

Pues somos, en mi cuerpo, una saga con luna abdicante,

que recuerda colegios, mapas del mundo en otoño,

complicadísimas hidrólisis,

pero nunca marfil y mediodía.

 

Colegio: niña que bebía los pomelos

directamente en labios de la noche,

que juraba acostarse con el miedo en la cama de nadie,

que juraba que el miedo

la había violado hasta doscientos hijos.

 

Amor, la niña rusa

que comulgaba reno asado

y bebía liquen.

Amor, la niña rusa que leía a Tom Wolfe.

 

 

 

 

Corónate, juventud, de una hoja más aguda
Saint John Perse

Hasta nosotros la infancia de los metales raros,

la muchedumbre de la plata que nos pudre en su espuma,

su larga espuma larga como una cinta que naciera en un

cuaderno de Back el Joven

Y viniera a morir aquí,

en las aves que anidan en los discos,

mientras Rainer María ya no es tan joven como en la página 38,

no es ni siquiera un joven muerto,

un infante difunto sin pavana,

y yo lo sé,

y no desfallecemos entre sexos cerrados como libros cerrados,

pero desfallecemos,

yo me desmayo,

tú te desvaneces,

él siente un ligero mareo sin llegar a la náusea

escrita o no escrita.

Ay, bostezamos ante tazas de azul de metileno,

aspiramos con aire distante el amoníaco,

nos hastiamos frente al alto sonido del vitriolo,

nos coronamos de veronal,

pues no encontramos hoja más aguda.

 

Mi hermano busca el cetro de mil alas de Heliogábalo,

aquellos niños prefieren la tiara papel,

y estos pequeños cíclopes enfermos del pulmón

que bajan de autobuses o de la marihuana,

y son hermosos como hermafroditas,

se coronan con cipreses de silos color vino:

no han encontrado un árbol más agudo.

Pero qué más da, el vaivén de sus cuerpos es vano y

terrible,

y en absoluto excesiva la droga seria que se teje en la

sangre,

las inyecciones de grave savia,

el hierro y el mercurio en las arterias haciendo de

armadura y filtro,

el casco negro y la zarza negra de ningún caballero andante.

 

Como en mi medieval historia,

cuando ardían las piedras colegiales

para las brechas en la frente

y el cuerpo me dotaba de opio recién nacido,

la hora propia nos confunde,

nos hace himnos o hijos del antiguo caballo mitológico

y de una niña triste con la vena extendida,

de una aguja levantada por nieve increíble,

por amarillo de palomas persas:

hablemos de los caballos padres,

hagamos alusión a los cascos secretos que nos darán la paz

y a las bridas ningunas,

a las futuras crines delicadamente angustiadas,

hablemos de los caballos padres que nos traerán la

muerte y de la luna de anfetamina,

hablemos de la vena madre que nos traerá la dicha del fin,

hablemos de la virgen bebida extrema,

no hablemos sino del litoral y las vertientes de la locura

que posee a los hombres en los parques y ordena,

sino del puñalito que coronará la arteria coronaria como

diadema suma

con la hoja infantil del metal más raro y más agudo del

mundo.

 

 

 

 

Escucha, escúchame, nada de vidrios verdes o doscientos días

de historia, o de libros

abiertos como heridas abiertas, o de lunas de Jonia y cosas así,

sino sólo beber yedra mala, y zarzas, y erizadas anémonas

parecidas a flores.

 

Escucha, dime, siempre fue de este modo,

algo falta y hay que ponerle nombre,

creer en la poesía, y en la intolerancia de la poesía, y decir niña

o decir nube, adelfa,

sufrimiento,

decir desesperada vena sola, cosas así, casi reliquias, casi lejos.

 

Y no es únicamente por el órgano tiempo que cesa y no cesa,

por lo crecido, para lo sonriente,

para mi soledad hecha esquina, hecha torre, hecha leve notario,

hecha párvula muerta,

sino porque no hay otra forma más violenta de alejarse.

 

 

 

 

Yo te di huesos de palomas rojas

de palomas que alientan dentro de los rasguños

desdeñoso licor de herida

pequeño peldaño de muerte

 

Atrapé las palomas que habitaban en la sangre alterada de los niños perversos

robé vuelos morados

vuelos de adelfa y alarido

vuelos de arteria y arañazo

espejos

fiestas

del jacinto del sur

 

Yo te di huesos de palomas muy pequeñas

astrolabios de tierno esqueleto

guías luciérnagas y otras luces nerviosas

para que oyeras cómo el fósforo declama los viejos versos del número par

para anclarte a mi noche

para anclarte a mi noche con la cal delicada

 

Yo te di huesos

anclas pequeñitas

para que te encallaras en la sal de las puertas

y dije las palabras que así existen

filtros de Melibea

brujas líquidas

o la voz fuerte de Rilke el poeta:

retenle

sí retenle.

 

 

 

 

Maggio

 

Muerte en el tiempo grávido de palomas marchitas,

en el lacrimatorio que me ofrece la maloliente tinta de mayo.

agonía del cauce en mi cintura y en la cintura de veleros negros,

agonía de una ojiva de agua,

mayo, mayo, poema oval, resplandor y salto al vacío,

una estrella de nervios que no tiene piedad.

 

Mayo con astas locas, mayo ciervo de fiebre,

mayo hocico de piélago me mordió el cinturón de la temperatura,

mayo de fiebres malvas y ciervo emborrachado  de glóbulos celestes

en el sol tembloroso del ventrílocuo,

pequeño ciervo solo que devoto bebió

toda la sed dorada de las arterias.

 

Quise una enfermedad como un áncora cierta

para las horas que se desmienten,

áncora para el músico multiengendrador,

áncora para Bach y sus duros acólitos, y para la enramada matemática

y para todo lo que no me existe.

 

Quise la muerte para una sábana díscola, para el poeta y su bisturí,

para el libro y su verde más íntimo,

para el tono y su garganta ardiendo.

 

Quise la muerte para unos ojos sin norte,

para unos ojos de brújula sacra,

para los ojos jóvenes que se izan

a leer la estrella agreste de las diez.

 

Ojos, los ojos míos,

o bien ojos litúrgicos, agrandados de antorchas,

los ojos que grabaron con iniciales góticas

en el alma guerrera de un niño de diez años,

ojos de lirio helado en alfileres:

clavados en el mar de los taxidermistas.

 

Pero hablemos de ojos que desvanecen

las lámparas sin ti,

hablemos de las ardida vincas de alcohol que tanto sufren,

mientras escribo versos como algas votivas,

como alambres de lágrimas, mientras siento tu noche y dinastía.

 

Amor, he roto el níquel de tu palabra desventurada y perfecta.

Amor, dolidas crines de arcángeles caballos se peinan con colonia de tristeza,

porque es mayo, mayo poema oval, mayo muerte levante,

muerte para la hoja del pájaro trágico que se desposa con nadie,

muerte para los niños que acechan la cama de nadie,

muerte para los jóvenes que como yo no sueñan y la lúcida rana prima donna;

muerte para los sapos que acechan el rubor

de la charca clarísima

y el tono sonrosado de la ópera,

muerte en el tiempo grávido de palomas marchitas,

muerte para sus travesías delicadas,

y para la tormenta loca como una abadesa loca,

muerte para la ropa íntima que estremecía a Baudelaire,

muerte para el desnudo vino verde,

para la piedra en celo y el saludo celeste de mayo,

y el grito equino de las madrugadas de mayo,

muerte para la angustia caligráfica ahogada

en el lacrimatorio que me ofrece la maloliente tinta de mayo.

 

 

 

 

Agosto, agosto, la vaga reverencia del tintero demiurgo,

el claustro manuelino de la palabra gótica,

la luna y la hojarasca del tintero empañado,

el lenguaje escultor que nos ha herido pronunciando el

idioma de la piedra.

No te hablé, nunca te hablé

del acento emboscado del mármol,

del granito del sueño,

del alma hecha de verbos de la estatua,

de todo lo que fue causa de vida, bronce adjetivo, oscuro,

la luna y la hojarasca que besa el amaranto

y la luna que muerde mi cinta color vino.

No te hablé, nunca hablé

de la piedra de mica que irradia angustia, espejos.

 

Y fue el escalofrío

y fue la sangre del papel maduro,

y fue vena de sangre poblada por los náufragos de aristocracia

azul,

pájaros caballeros,

monstruoso Lancelot hecho corneja buscando la cintura de

Virginia Dormida,

terrible Percival en mis manos tendido,

y fue el escalofrío, y fue la esquividad y fue la ausencia

de los andantes nidos nobiliarios.

 

Ya ves que desvarío, amor, agosto,

agosto, amor, agosto con su anillo

de apagada maldad,

agosto con sortija de lluvia desdeñosa,

con corona de duelos y de arbustos,

agosto atardeciendo gregoriano y atroz,

mientras muere el arnés de aquella yegua Gilda

que galopaba guantes de tojo y zarzamora,

mientras queda sellada para siempre

la mercromina blanca de mis hojas amadas,

todo lo que escribí como un órgano al sol,

como una escarcha virtuosa,

mientras no resplandece el teatro solitario de metáforas

última,

la oda del pétreo barco,

el soneto sumiso de las olas.

 

 

 

 

Y quisimos dormir el sueño bárbaro,

negar devotos párpados y el rubor de las damas de satén y jardín,

luchar con hordas bondadosas de búfalos,

dormir eras diurnas y perdidas sobre locomotoras de música brillante,

que adornara con moras los vestidos el implacable dinosaurio obispal,

el búho cárdeno y la tristeza,

chimeneas como tubos de un órgano barroco,

música pterodáctilo: sus alas grandes pobladas de truenos,

su espalda cíclope

de reactor clavecín.

 

Y quisimos dormir sobre un verso nervioso del rayo,

sobre el óleo morado de las carbonerías,

sin nanas de corcheas, corcheas auténticas,

acuarelas de lilas posesivas como una bendición.

 

Y quisimos dormir con la métrica rara del raro maremoto

y con la lengua llena de espuma de colegio.

Es así, nos dijimos, la tímida muerte,

es así la tímida vida,

no el éxtasis, sino el encaje oscuro del salitre

dibujando libélulas y árboles de tinta,

saliva que no escribe dorados serventeios*

ni plata de alquitrán.

 

Y quisimos dormir así, vértigos-velas para llegar adónde,

pero escuchadme, cómo hacer de otro modo,

cómo hacer de la tarde un pálido papel para rasgar o estucarlo con oros,

cómo hacer mutaciones, piedras filosofales,

y cómo apoderarse de algas y catedrales y de la lágrima de luz y terciopelo de la virgen Virginia

que alienta los silencios,

que ondea disfrazada de Ofelia por los lagos.

 

No tuvimos cavernas palaciegas, ni manuscritos en cuevas ni palomas,

sólo balcones para inventar tormentas y desatar el espectáculo,

sólo vagos balcones donde el labio de las plantas humea

y saja el corazón y lo secciona en láminas de muerte repentina,

en las antiguas láminas de mica

que, ya lo dije, irradia angustia, espejos.

 

* La saliva de los unicornios deja una huella de plata, según cuenta A. Cunqueiro.
N. del A.

 

 

 

 

Muerte pájaro príncipe, un pájaro es un ángel inmaduro.

Y así, hablaré de tus manos que se alejan y de las manos de lo hermosísimo ardiendo,

pequeño dios con nariz de ciervo, hermano mío, héroes de alma entrecortada,

niñas de oro hipodérmico que nunca creen morir,

qué aguda la pupila y el filo de los dedos encendiendo la muerte mientras un ángel sobrevuela

y pasa de largo

con el pico de plata y de ginebra,

labios del mediodía resuelto en ave sobre tus manos que se alejan y mis manos

y las manos del pequeño ciervo de aire griego salvaje, hermano mío,

y las manos sin venas de los héroes, de las madonas amnésicas.

Mis alas de dolor robadas por tus manos, amor mío, corazón mío pintado de blanco,

mis alas de dolor con botellas agónicas y líquidos que disuelven la vida,

y los labios que te aman en mí y en la convulso,

y la música en trompas delgadísimas, trompetas peraltadas, peraltadas, columnas niñas, qué

sobreagudo el do,

la mirada más alta y la más alta queja,

muerte pájaro príncipe volando,

un pájaro es un ángel inmaduro.

 

Blanca Andreu Nació en la ciudad gallega de La Coruña (España) el 4 de agosto del año 1959. En su niñez se trasladó a la localidad alicantina de Ori ... LEER MÁS DEL AUTOR