Vicente Gerbasi

Nueve liras

 

 

 

 

I

Claras horas del césped,

morada silenciosa de las flores,

soy el amante huésped

rendido a los rumores

y a la dorada luz de los alcores.

Asciende la tristeza

ondulando en los trigos vespertinos,

en la dulce pureza

de coros campesinos

que hacia los cielos van entre los pinos.

Brillan los azahares

en la penumbra malva del olvido,

bajo verdes altares,

a donde voy herido

de un anhelo vehemente y encendido.

Vitrales del poniente

derraman sus fantásticos reflejos

sobre el orbe doliente,

y el ser hacia lo lejos

sufre el fuego de móviles espejos.

Al descender el día,

la bruma nos conduce al monasterio

de la melancolía

a escuchar el salterio

melódico y profundo del misterio.

Arpas de sombra fluyen

del suspirar eterno del follaje,

y las almas intuyen,

como arcano mensaje,

el eco de la muerte en el cordaje.

¡Oh noche misteriosa,

encantada visión de oscura calma,

que siempre candorosa,

al pie de eterna palma,

enciendes las estrellas en mi alma!

 

 

II

Islas crepusculares

me hieren con su triste lejanía,

bajo enigmas solares,

en fuegos de agonía,

cual remota y doliente sinfonía.

Son flores de oro pálido,

abiertas por el ángel del poniente

en el sereno y cálido

anochecer ardiente,

confinado a su púrpura doliente.

Hijas de la distancia,

mundo del soñador y del pirata,

adonde va la infancia

en sus barcas de plata,

surcando el sueño azul que me arrebata.

Sus grutas son moradas

de un remansado mar de oscuras olas,

que esconden hechizadas

perlas y caracolas,

entre brillos y frágiles corolas.

Un aire de arpas flota

en el viaje ligero de la ondina,

y sueña la gaviota

sobre la arena fina,

mientras se abre la anémona marina.

Oh soñar infinito

del alma que se eleva enamorada

al milagroso rito

de la tarde inflamada,

¡refúgiame en tu mágica morada!

Eres tiempo profundo

y grave y solitario y olvidado,

más lo prefiero al mundo

del hombre encadenado,

que olvida la razón de lo creado.

Me iré con los veleros

por el confín nostálgico del día,

y el son de los remeros

y algún ave tardía

serán en mí nocturna melodía.

Que la noche me arrastre

como un leño en las aguas tumultuosas

de un arcano desastre,

y me entregue a luctuosas

furias roncas de formas tenebrosas.

Y que mi ser perdido

en esta soledad desenfrenada,

al misterio rendido, como isla abandonada,

espere su relámpago en la nada.

 

 

III

Torre del mediodía,

bronce de una ciudad abandonada,

desierta melodía,

es mi vida asolada,

cuando me invade el viento de la nada.

Oigo venir el llanto

por los valles oscuros de la tierra,

veo el triste amaranto,

que en su corola encierra

drama de soledad, sombra que aterra.

Avanzan las legiones

bajo el hierro, la pólvora y la nieve

de lejanas regiones

de pinos y de leve

silbo de viento negro que los mueve.

Estallan las granadas

sobre blancas aldeas inocentes,

caen enamoradas

vidas adolescentes

y niños a la muerte indiferentes.

Un huracán de moscas

baja como castigo de los cielos,

entre las nubes hoscas,

entre fúnebres velos,

hasta el alma que gime en sus desvelos.

Allí va solitario

el hombre bajo el peso del acero,

ascendiendo a un calvario,

calvario verdadero,

sin amor, sin vinagre, sin lucero.

Oigo el llanto profundo,

el llanto solitario y silencioso

de las madres del mundo,

ascendiendo luctuoso

a los cielos, cual coro misterioso.

He aquí la angustia, el duelo

del alma en los confines del olvido,

como un oscuro vuelo

en el malva y herido

cielo, que mi existir clama rendido.

¡Horas de mis desvelos,

morada de la muerte y las estrellas,

entregadme a los cielos,

y dadme las centellas

para dar luz a mis dolientes huellas!

¡Y si el dolor del mundo,

en música de llanto o fuego vivo,

asciende a lo profundo

de mi ser sensitivo,

dadle forma de un ángel pensativo!

 

 

IV

Temblor en mí es el cielo,

cuando en la fronda oscura de las pomas

brilla una luz de hielo

y acoge entre las lomas

un vuelo solitario de palomas.

El sol en los collados

y en las cumbres lejanas del poniente,

se difunde en dorados

brillos de luz doliente,

hiriendo de fulgor al ser ausente.

Un dios de lejanía,

como montaña grave de reflejos

palpita en su agonía,

como en hondos espejos,

donde yacen mis pálidos festejos.

Agitando laureles,

derramando en las peñas negro vino,

huyen raudos lebreles,

y el viento vespertino

me embriaga, y atormenta mi destino.

Yo estuve bajo el frío,

heredando leyendas junto al fuego,

y ahora en el estío,

ardiente como un juego

de niños tenebrosos, solo ruego,

solo y mudo blasfemo,

solo contemplo dioses de granito,

solo labro mi remo,

solo enciendo mi rito,

y entre llamas me elevo al infinito.

Venid amigos míos:

he aquí la roca oscura del olvido,

el eco de los ríos,

y el fantasmal ruido

sobre la soledad de lo vivido.

Os reclama la muerte,

y esta espiga madura junto al día,

y este paraje inerte

de gravedad y umbría

entregado a su negra sinfonía.

Se abre una flor nocturna,

y a la sombra del alma da su lumbre

de magia taciturna,

como brillo de densa pesadumbre.

Venid amigos míos

a este paraje yermo de agonía,

donde moran los fríos,

la ceniza del día,

y el ave de hechizada melodía.

Precipicio caliente,

llanura del silencio de los muertos,

colmillo de serpiente,

huesos de los desiertos,

esqueletos de barcas en los puertos,

os miro en mi delirio,

mientras la tierra pasa ensangrentada,

en fuego de martirio,

por la comba estrellada,

como un arcano signo de la nada.

Venid amigos míos:

un sufrimiento anónimo os agita,

un huracán de hastíos,

en la hora maldita,

mientras la maravilla al ser invita.

Os espero en mi angustia,

al pie de una montaña de espejismo,

en mi tétrica angustia,

gritándome a mí mismo,

cual si un hijo cayera en un abismo.

 

 

V

¿Por qué voy por la noche

elevando mi sombra a las estrellas,

en un vago derroche

de iluminadas huellas

y secretas y mágicas centellas?

De la sonora cumbre,

toda azul, coronada de neblinas,

desciende con su lumbre

de dolorosas resinas,

el tiempo a mis dolientes, graves, ruinas.

Atrás quedan los muertos,

como hierro oxidado entre terrones,

cual agua en los desiertos,

que beben los leones

entre cálidos brillos de tifones.

En medio del follaje,

junto al puma, las lianas, la serpiente,

oigo un grave cordaje,

y en el salto potente

de la fiera, se curva un signo ardiente.

Oigo los blandos pasos

del estrellado tigre en la pradera,

como rasgando rasos

entre la adormidera,

el helecho, el bambú y la palmera.

Desde negros espejos,

el búho con sus ojos me atormenta,

entre fríos reflejos,

y en su mirar de menta

me hipnotiza el misterio y se lamenta.

La araña me aprisiona

en sus frágiles redes siderales,

y hunde la araña-mona

sus lamentos mortales

en un clima de flores minerales.

Soy una densa sombra

poblada de luciérnagas ligeras,

y el eco que me nombra

en las negras laderas,

me agita como fúnebres banderas.

Y miro el agua lenta

del río, de los lagos, de los mares,

mientras a mi osamenta

bajan brillos lunares,

como baja la luz a los altares.

La piedra no es la piedra,

ni el árbol es el árbol milenario,

si la hiedra es la hiedra

trepando el campanario,

olvidado en su bronce funerario.

Oigo congregaciones,

como un rumos de tumbas removidas,

que con sus oraciones

y lumbres encendidas,

llorando van como almas doloridas.

Y miro en la tristeza

la aldea que soporta silenciosa

su bíblica pobreza,

como hermana amorosa

de la eterna colina rumorosa.

Y miro las ciudades

en su rumor de sombras perseguidas,

de llanto y de maldades,

mientras las avenidas

se olvidan de la harina y las heridas.

Llorad vientos nocturnos

por la madre que pare bajo un puente,

y por los taciturnos,

y por el ser que siente

correr por el metal su sangre ardiente.

Y por el solitario,

y el que llora implorando a mudos santos

de un oscuro santuario,

donde se elevan cantos

de una tristeza oculta en negros mantos.

Y por mi calavera,

semejante a la muerte, al aire, al río,

al hijo, a la palmera:

forma blanca del frío,

del fuego, del dolor, del desvarío.

 

 

VI

Llanto, llanto profundo,

te escucho como a un salmo en lo vivido,

en la noche del mundo,

con su costado herido,

como un niño sangrando en el olvido.

Alma, afán solitario,

eres la noche misma en los olivos

de un antiguo calvario,

hiriéndote de vivos

metales por los cielos fugitivos,

La madre y el mendigo,

el animal doméstico y la esposa,

el hijo y el amigo,

bajan por la ardorosa

colina de la noche rumorosa.

Voces, voces nocturnas,

oscuras frente al viento de la aurora,

guitarras taciturnas

hundidas en la hora,

seguidme hasta la luz que me devora.

La tristeza abandona

su penumbra estrellada de violines,

y vuelve y se corona

con luz de querubines

en mi sereno valle de jazmines.

Dolor, dolor del mundo,

que has pasado la noche en la pobreza,

de ti, en la sombra, inundo

mi inclinada cabeza,

y callado me elevo en tu tristeza.

 

 

VII

Oh tristeza nocturna,

herida por la estrella solitaria,

¿tañes, tú, taciturna,

el arpa funeraria,

al pie de la montaña milenaria?

Junto a ti las edades

suenan en el abismo y en el río,

cual hondas soledades

disueltas en el frío

reflejo tembloroso del rocío.

En el aire sagrado

flotan, entre corolas, los anhelos,

y al césped esmaltado,

desciende en vagos velos,

la visión melodiosa de los cielos.

¿No es ésta tu morada,

oh tristeza nocturna, suspirante

virgen enamorada

del silencio sangrante

en el alma hechizada del amante?

Cual las notas agrestes

de una flauta lejana, así me llaman

tus violetas celestes,

que las sombras derraman

y en el profundo azul lentas se inflaman.

En la nada retumbas,

y en ti somos los ángeles caídos

sobre brumosas tumbas,

al olvido rendidos,

bajo una brisa negra de gemidos.

La magia rumorosa

de las oscuras frondas agitadas,

¿no es tu voz misteriosa?

¿Oyes las desdichadas

doncellas en tus sombras desoladas?

Eres, en la perdida

comarca de los pobres, la heredad,

y su luz encendida

junto a la enfermedad,

es estrella en tu propia soledad.

Y eres dolor del mundo

en la madre que llora silenciosa

al hijo moribundo.

¡Oh, tú, doliente diosa,

apártale su muerte candorosa!

Mi ser es tu vivienda,

perdida entre abedules olvidados

como en una leyenda.

En ella están callados

mis muertos, en tus arpas, extasiados.

 

 

VIII

¿Qué oscuridad me nombra?

A tientas voy llorando por la tierra

bajo la grave sombra

que a los pasos se aferra

y en el gusano hambriento nos aterra.

¿Quién con silbos me llama?

Un relámpago cae en la mirada,

y en el alma se inflama

la resina sagrada,

que una mano remueve encadenada.

He aquí la vieja puerta,

de hueso carcomido y tristes huellas,

de mi casa desierta,

de piedra de centellas,

cual la pobreza al pie de las estrellas.

He aquí la vieja silla

de mi padre que duerme entre las flores,

bajo una cruz sencilla,

caída entre rumores,

luciérnagas, ladrillos y dolores.

He aquí el triste retrato

de mi madre mirándome entre escombros,

hundida en su arrebato,

con su luto de asombros,

buscándome en la curva de mis hombros.

He aquí la vieja mesa,

donde el pan era símbolo sagrado,

y que la sombra besa

en mi ser desolado,

perdido en los reflejos del pasado.

¿Por qué estos signos graves,

hablándome, en la noche sin confines,

de mis oscuras llaves,

que guardo en los jardines

incendiados por tristes querubines?

Descienden a mi frente

cuervos de soledad ensangrentada,

y en el sufrir ardiente

mi vida va callada

por la tierra sombría y estrellada.

 

 

IX

El enigma nocturno

en nieve de violetas baja lento

a mi ser taciturno,

y en silbos de oro siento

el paso del misterio por el viento.

Sombras de soñadores

descienden con antorchas inflamadas,

como antiguos pastores,

modulando encantadas

flautas de altas nostalgias estrelladas.

Dejé los olivares,

dejé el rumor oscuro de los pinos,

y ahora los cantares

de alegres campesinos

me llegan en los aires peregrinos.

Dejé mi infancia sola,

perdida en un recuerdo silencioso,

como luz de corola

de un bosque rumoroso,

en donde un ángel juega con un oso.

Dejé mi propia vida

al pie del arcoiris y la estrella,

y ahora en honda herida,

angustia que me sella,

y forma dolorosa de una huella.

Siento llegar las ondas

del aire con olores de manzanas,

oigo las dulces rondas,

el son de las campanas

y las sencillas voces aldeanas.

¿Dónde aquellas ovejas

que manchaban de blanco las colinas,

y las finas abejas

que bajo las encinas

embriagaban las flores vespertinas?

¿Dónde el perro pastor,

fiel a la flauta mágica y agreste?

¡Oh profundo dolor

que en la noche silvestre

me invade con las ráfagas del este!

Venid, vientos lejanos,

vientos de las nocturnas soledades,

y hundidme en los arcanos

ritmos de tempestades,

y entregad mi ceniza a las edades.

Coronaré mi frente

de soledades, de angustia, de sonido

metálico y ardiente,

para vivir herido

bajo el azul follaje del olvido.

Y a la orilla de un lago

viviré con la sombra de mis duelos,

y como un viejo mago,

lanzaré en los desvelos

mis arpas incendiadas a los cielos.

 

1943

 

Vicente Gerbasi (Venezuela, 1913 – 1992). Publicista, diplomático y poeta. Uno de los autores más representativos de su país. Hijo de un inmigrante, vi ... LEER MÁS DEL AUTOR