Definiciones
(de Papel ceniza, Valparaíso ediciones, 2014 )
Cenizas
Baila frente a la hoguera.
Mira las llamas, cómo oscila
ese ligero toque de azul justo en el centro.
Y salta sobre ellas, aunque después te sientas
un trozo de metal que ha blanqueado el fuego.
Ahora que ves arder toda promesa,
que prenden tuétanos y sílabas
encima de los cuerpos que has gozado,
de las nucas mordidas y el olvido,
mejor este dolor que aquel desgarro:
esa búsqueda torpe de fronteras
donde juntar amor con soledad.
Nunca huyas del fuego,
porque donde no existe estás de sobra.
Atrévete a pisar en ambos lados,
en su cara de luz, también en su tiniebla.
Deja tu huella con el peso exacto
abierta en cada una de las orillas rojas.
Sé ángel, sé demonio,
hielo y ascua, destellos o remanso:
cualquiera de los muchos matices de la llama.
Y cae después como ceniza fértil
sobre tu propia tierra calcinada.
(de El tiempo es un león de montaña, Visor, 2018)
Estafeta de correos
Tercer día tras la mudanza:
autos en racimo junto a la acera,
solitaria postal de una calle en verano.
Pero los ve pasar entonces:
sentada ella en la barra, el hombre sosteniendo
alegre el manillar y el cuerpo amado.
Cruzan la ciudad nueva hacia otro futuro.
Desde el balcón, el ruido de los muebles
y ese feliz recuento en los estantes
que ella va haciendo de sus libros
salen para mezclarse con un eco de risas.
Ellos, en la estafeta, recogen un paquete
y puede imaginarlos abriendo su regalo:
estampillas de Chile, un crujido de estraza
desplegando un abrazo lejano en cada hilo
de la frazada roja para cama de un cuerpo
que cubrirá sus noches, su alquiler para dos.
Al ocaso, cerradas las persianas,
encendida la mesa de lectura,
ella no podrá ver cómo giraba al aire
aquella vieja rueda rota en el accidente:
las garras del león voltearon la postal
de un sábado en agosto
y arañaron la falda de sombra de la vida.
Definiciones
Contemplo el puma, cómo bebe
mientras cae la noche en este río.
Sin conocer la química del agua,
ni el nombre cartográfico del cauce,
atraído tan sólo por sonido y reflejo,
lame ahora las gotas
que cumplen su ritual superviviente.
No busca para pronunciar su sed,
ni aquello que la cura,
ningún otro alfabeto que su lengua.
Cuando se aleja, cuando miro
rota su imagen ya sobre las aguas,
yo busco todavía una estrategia
de signos, de palabras luminosas
que sirvan para algo distinto
a señalar el mundo.
Mas sólo encuentro en mi memoria
los huecos que ha trazado con su paso
la obstinada corriente del deseo.
Y sigo, y sigo, irreductible,
con esta terquedad que es tan humana,
tratando de fijar en vanos surcos
esas huellas de luz y oscuridad
en las que gira el tiempo.
El hombre, como dice la leyenda:
ese raro animal que desconoce
todo aquello que no puede nombrar.
Alfabetos
No hay una sola piel que sea idéntica.
La diferente forma de sus manchas
compone un alfabeto de lo ajeno.
Me acerco con cuidado a estas letras.
Palpo la multiplicada escritura
de lo que sea el mundo.
En otros cuerpos leo ahora
lo poco o mucho que sabré de mí.
Y el león de montaña se desliza,
como un gato feliz, bajo mis dedos.
Pájaros huidos
Y el tiempo mira un cuerpo que se sueña
en el cristal, fingido, irreparable.
Luis Cernuda
Ya no puedo engañarme:
el tiempo es un león en la montaña.
Sabía que era un animal salvaje,
un depredador de emboscada certera.
Que, en acecho paciente, minucioso,
medía el gran salto vertical
capaz de derribarme.
Que, con sus ojos móviles,
contemplaba desde la cumbre
la ciudad indefensa y el vano
trasiego de sus habitantes,
pero, tras el crepúsculo,
ponía sólo en mí su mirada de intriga,
la fijeza letal de unos ojos selváticos.
He tratado sin suerte
de prender la fogata del amor
para ahuyentar con llamas a la fiera,
de retener palabras, tal vez alguna música
o el eco que dejaron los pájaros huidos,
de rastrear en las quebradas
los trazos de una piel y de una sangre
que ha desgajado desde dentro.
Y hasta creí notar sus leves huellas
sobre esta falsa nieve.
Pero al fin me dio caza.
Me arrastró sin piedad a su guarida.
Cubrió mi cuerpo con esa hojarasca
que llamamos memoria.
Y ahora él escapa, en la noche.
Se vuelve apenas a mirarme
y al cruzar nuestros ojos
veo el tiempo quedarse detenido
a orillas del silencio.
(de La nave roja, Juan Caballos de Poesía, 2020)
Has vuelto de improviso.
Este es tu territorio: brillantes avenidas,
bulevares en llamas que incitan al encuentro,
agua cayendo insomne sobre el suelo de octubre.
Deja entonces morir el hielo de la noche
en la mano que acercas para tocar mis labios.
¿No ves, amor, amor, que esta ciudad
parece abrir sus venas hasta dejar que brote
la sangre del deseo?
¿Que su voz ya nos dicta dirección y destino
apenas abordamos aquel último taxi
encallado en el alba?
Nos guiña el contador y los silencios queman
—porque arder ya parece deriva de este viaje—
y tú cierras los ojos, mi sorprendido amor,
mientras tus dedos son música en nuestros cuerpos.
Los ojos de un extraño sobre el espejo anotan
la lumbre del abrazo, las palabras mojadas,
el trueque de teléfonos, la arena del adiós.
Veo flotar ahora a mis espaldas,
sobre un hilo de río, el día que amanece.
Mañana dará igual no recordarnos:
siempre será mejor en cada nueva cita,
en sílabas de piel, poder reconocernos.
Celebrar este mundo y sus heridas
¿qué más destino queda?
Cuando están estos huesos casi rotos
y las médulas arden en nocturnos
aquelarres, ajenos desembarcos
y en una ingrata cifra
de conmiseración,
¿qué horizonte tenemos?
¿qué cómplices en este punto, amigo?
Tan sólo aquella insomne
compañera de cama: la palabra,
salvajemente viva.
Sólo la música para hacer doma
del ansia de absoluto
y la sangre temblando
en ese lado oscuro que convocan
luna, cuerpos, ciudades.
¿Qué otro salvoconducto ahora
servirá a nuestros pasos
sino el papel de fuego del deseo?
Y, al cruzar la frontera
de este país de días,
¿qué equipaje abriremos
salvo una luz robada?
Celebrar este mundo y sus heridas.
No queda más destino.
(inédito en libro)
ALBADA CON MUJERES
Se acerca el alba al áspero desierto.
Pasan mujeres, pasan.
Siluetas recortadas contra un cielo aún nocturno.
Una limpia de su cara el polvo que ha arrastrado el viento caliente, otra con la rama
cortada de un árbol golpea la tierra entre los matorrales.
Pasan mujeres, pasan.
Caminan lentas junto al metálico bosque de los deshuesaderos. Hunden su rabia en la
arena oscura. Rastrean, en estas horas inhóspitas, el cauce seco del Arroyo del Navajo,
armada su fragilidad apenas con el atado de nombres de mujer, de fotografías amadas
y ausencias compartidas que llevan a la espalda.
Llevan escrita en sus manos tan sólo una consigna: conservar viva la orilla de unos
labios, aquellos donde anoche quizá se alzaba el grito y que hoy son ya de tierra.
Guardan como una herida en la mirada el calor de los cuerpos perdidos, el trago mínimo
de un agua de esperanza y memoria.
Pasan mujeres, pasan.
Como un río sucio señalando la frontera, crece la desmemoria.
Mas ellas siguen caminando. Aparejan el día sobre las mismas líquidas cicatrices que
intentan abatirlas.
Al abrigo del recuerdo incesante, alzan de nuevo las vidas hurtadas y, tanteando las
sombras, rasgan la máscara que velaba su carne torturada.
Amanece en el Valle de Juárez.
Clap, clap, clap, sobre el desierto. Zahories de la muerte, kamicaces del alba, ellas tratan
de despertarnos. Nos llaman a hacer de la palabra un fuego que ilumine los rostros olvidados.
El gajo sin morder de la mañana sangra ahora desde el horizonte.
Se ha quebrado mi voz. Mis ojos funden a negro.