Olvido García Valdés

La caída del Ícaro

 

 

 

 

 

El rey Cophetua y la muchacha mendiga

Burne-Jones

 

Ella tiene los pies como Marilyn Monroe

y una tierna

indefensión en los hombros.

Están en una sala y la ventana

descorre sus cortinas a un atardecer

boscoso,

pero es como si fuera

una esfera

de cristal. No se miran.

Él la mira a ella. Ella a lo lejos.

Hace ya mucho tiempo que él la había soñado

como un aire

de cigüeñas, una luz,

y ahora estaba allí.

Tantas vidas que no parecen ciertas

en una sola vida.

Campanillas azules en la mano.

Él sabe que se irá. No hablan

y el momento está lleno de voz,

voz acunada, lejana.

El amor es una enfermedad,

campanillas azules. Siempre en ti,

como en el sueño, volviendo

siempre en ti. Tan incierta

la luz. Como en el sueño.

 

 

 

 

La caída del Ícaro

 

1

Los atardeceres se suceden,

hace frío

y las casas de adobe en las afueras

se reflejan sobre charcos quietos.

Tierra removida.

Los atardeceres se suceden,

 

Cézanne elevó la «nature morte»

a una altura

en que las cosas exteriormente muertas

cobran vida, dice Kandinsky.

Vida es emoción.

Pero quedará de vosotros

lo que ha quedado de los hombres

que vivieron antes, previene Lucrecio.

Es poco: polvo, alguna imagen tópica

y restos de edificios.

El alma muere con el cuerpo.

El alma es el cuerpo. O tres fotografías

quedan, si alguien muere.

 

También un gesto inexplicable,

díscolo para los ojos, desafío,

erizado. Cuerpo es lo otro.

Irreconocible. Dolor.

Sólo cuerpo. Cuerpo es no yo.

No yo.

 

Lo quieto de las cosas

en el atardecer. La quietud,

por ejemplo, de los edificios.

El ensombrecimiento

mudo y apagado.

 

Como ojos,

dos piedras azules me miran

desde un anillo.

Los anillos

cuidadosamente extraídos

al final.

Como aquél de azabache y plata

o este otro de un pálido, pálido rosa.

Rostros y luces

nítidamente se reflejan en él.

 

En la noche corro por un campo

que desciende, corro entre arbustos

y choco con algo vivo

que trata de ovillarse, de encogerse.

Es un niño pequeño, le pregunto

quién es y contesta que nadie.

 

Esta respiración honda

y este nudo en la pelvis

que se deshace y fluye. Esto soy yo

y al mismo tiempo

dolor en la nuca y en los ojos.

 

Terminada la juventud,

se está a merced del miedo.

 

 

2

 

Verde. Verde. Agua. Marrón.

Todo mojado, embarrado.

Es invierno. Es perceptible

en el silencio y en brillos

como del aire.

Yo soy muy pequeña.

Un cuerpo caminando.

Un cuerpo solo;

lo enfermo en la piel, en la mirada.

El asombro, la dureza absoluta

en los ojos. Lo impenetrable.

La descompensación

entre lo interno y lo externo.

Un cuerpo enfermo que avanza.

 

Desde un interior de cristales muy amplios

contemplo los árboles.

Hay un viento ligero, un movimiento

silencioso de hojas y ramas.

Como algo desconocido

y en suspenso. Más allá.

Como una luz

sesgada y quieta. Lo verde

que hiere o acaricia. Brisa

verde. Y si yo hubiera muerto

eso sería también así

 

 

 

 

Al salir a la calle, sobre los plátanos…

 

Al salir a la calle, sobre los plátanos,

muy por encima y por detrás de sus hojas

doradas y crujientes, el cielo, muy por encima

azul, intenso y transparente de la helada.

A cuatro bajo cero se respira

el aire como si fuera el cielo

que es el aire lo que se respirara.

Corta y se expande y un instante

rebrota antes de herir. Ritmos

de la respiración y el cielo, uno

lugar del otro, volumen

que quien respira retrajera, puro

estar del mundo en el frío,

de un color azul que nadie viera, intenso,

que nadie desde ningún lugar mirara,

aire o cielo no para respirar.

 

 

 

 

Recordar este sábado…

 

Recordar este sábado:

las tumbas excavadas en la roca,

en semicírculos, mirando

hacia el este,

y la puerta de la muralla abierta

a campos roturados, al silencio

y la luz del oeste. Necesito

los ojos de los lobos

para ver. O el amor y su contacto

extremo, ese filo,

una intimidad sólo formulable

con distancia, con una despiedad

cargada de cuidado.

Así, aquella nota, reconocer en ella

la costumbre antropófaga, un hombre come

una mujer, reconocer

también la carne en carne

viva, los ojos y su atención extrema,

el tiempo y lo que ocurrió.

Alguien lo dijo de otro modo: creí

que éramos infelices muchas veces; ahora

la miseria parece que era sólo un aspecto

de nuestra felicidad. La dicha

no eleva sino cae

como una lluvia mansa. Recordar

aquel sábado en febrero

tan semejante a éste de noviembre.

Cerrar los ojos. Fatigarse subiendo,

tú sin voz,

con un cuaderno en el que anotas

lo que quieres decir.

La no materialidad de las palabras

nos da calor y extrañeza, mano

que aprieta el hombro,

aliento cálido sobre el jersey.

Para el resecamiento un aljibe de agua,

los ojos de los lobos

para ver. El contexto

es todo, transparente

aire frío. Aproximadamente así:

campesinos del Tíbet

sentados en el suelo, en semicírculos,

aprendiendo a leer al final del invierno,

cuando el trabajo es poco, se trata

de una foto reciente, están

muy abrigados; o una paliza

de una violencia extrema

a un muchacho, y que el tiempo

pase, que cure, como una foto antigua.

Tres mariposas, a la luz de la lámpara,

han venido al cristal.

 

 

 

 

Hundir los dedos entre sus cabellos

 

Hundir los dedos entre sus cabellos

o pájaros jugando,

muy despacio, a caerse de un cable

de la luz,

muy despacio, abanico

de mirlos.

Cerca hay una charca y un árbol

en el centro.

Reverbera la fiebre,

el amarillo hiere sobre el agua.

 

 

 

 

A Miguel

 

Te habías quedado todo el día

allí, de pie, mirando las montañas,

y era, dijiste, alimento

para los ojos, corazón

quebrantado. Yo pasaba, parece,

en el atardecer,

andando en bicicleta por un sendero.

Lo cuentas y quedo contemplándolo

con esperanza, una buena esperanza

nodriza de la vejez. Yo lo llamo

dulzura, la música dulzura que conforta

o hidrata la aspereza. Algunos niños

cercanos al autismo, cuando crecen,

imprimen o padecen movimiento

constante, un ritmo de hombros

ajeno a cualquier música, latido,

circulatoria sangre propia, sin contacto.

Sólo a veces sus ojos buscan

engañosamente; no hay dulzura

ni aspereza, un sonido

interior los envuelve, sangre roja.

Contemplo las montañas de tu sueño,

busco en ellas tus ojos.

Y escruto, sin embargo, el corazón,

las junturas y médula, los sentimientos

y pensamientos del corazón. Nada hidrata.

Nada amortigua. Escrutar es áspero

y no lame. Las horas últimas

de la vigilia: sabia

la disciplina monacal que impone

levantarse a maitines. Enjugar,

sostener, confortar: mirar la noche.

Volver al corazón. Entonces ya la música

es azul, azul es la dulzura. Pedir.

 

 

 

 

Entre lo literal de lo que ve…

 

Entre lo literal de lo que ve

y escucha, y otro lugar no evidente

abre su ojo la inquietud. Al lado,

mano pálida de quien convive

con la muerte, cráneo hirsuto. Atendemos

a la oquedad, máscaras que una boca

elabora; distanciada y carnal,

mueve el discurso, lo expande

y desordena, lo concentra, lo apacienta

o dispersa como el lobo a sus corderos.

El sonido de un gong. Es literal

la muerte y las palabras, las bromas

luego de hombres solos, broma y risa

literal. Todo sentido visible, todo

lo visible produce y niega su sentido.

Si respiras en la madrugada, si ves

cómo vuelven imágenes, contémplalas

venir, apaciéntalas, deja que estalle

la inquietud como corderos.

 

 

 

 

Formas rapaces volaron en el lienzo         

 

Formas rapaces volaron en el lienzo

antes de la quietud.

La quietud: el mundo se ha dormido.

Has estado pintando -ahora sólo copias-

la barca, el castillo en la playa,

el lago -¿el mar?-.

Ambrogio Lorenzetti en blanco y negro.

Es gris el mar, es gris en tu pintura

el agua verde que dura ya seis siglos,

negra la barca, negro

el castillo y los viñedos al fondo.

El mundo se ha dormido y tú lo pintas;

es todo como un cuento,

pero no existe una bella durmiente

y está lejos el bosque;

no es un mundo de sueño el que describes

sino un mundo de ausencia:

ni una figura humana, nada animal o móvil

en el quieto paisaje.

Formas rapaces volaron en el lienzo

antes de la quietud. La quietud

de la vida, de lo que permanece

en lo deshabitado.

 

 

 

  

Cuando voy a trabajar es de noche

 

Cuando voy a trabajar es de noche,

después amanece poco a poco,

hace mucho frío aún.

A menudo en el cine

me parece oír lluvia azotando el tejado,

como si no hubiese lugar

donde guarecerse.

Hoy alguien en un sueño dijo:

ten, en esta garrafa

hay agua limpia, por si toma moho

la del corazón.

Olvido García Valdés Nació en Santianes de Pravia (Asturias), en 1950. Fijó su residencia en Madrid tras pasar varios años en Valladolid, donde realizó parte ... LEER MÁS DEL AUTOR