Rafael Alcides

Lista de cosas que saben hacer las manos

 

 

 

 

La pata de palo

(Por alguien que se burló de un héroe.)
A Luis Suardíaz y a Elisa

 

Eran las 2 de la mañana

y estábamos muy alegres.  Es decir,

que estábamos muy borrachos.

 

La cantina daba vueltas en derredor nuestro

y el cantinero se había vuelto un semáforo.

En vez de botellas vaciadas

había postes del alumbrado

de una hermosa avenida que rodaba veloz sobre la mesa,

con sus máquinas llenas de mujeres

viajando hacia nuestros brazos.

 

Yo era un policía.  Roberto

Era una multa.  Era un sábado furioso, de paga.

Entonces alguien empezó a contar

del borracho aquel que diez años antes,

en un café, al entrar

en el servicio, divisó, confundido,

por debajo de la puerta del inodoro,

una pata de palo, asomando.

 

Es una historia repugnante,

sucia, que siempre me desagrada

pero que esta vez me hizo muchísima gracia,

sin embargo.

 

Y hablé de la muerte misteriosa

de mi padre, muerto también diez años antes.

Mi padre, que había pedido una pierna en la guerra

Y lo encontramos una mañana

En lo hondo de un solar yermo,

Estrellado, a diez pasos de la ventana de un servicio de café,

junto a algún montoncito de hígado

y los trocitos de menores de su carne

que aún no se habían comido los perros.

 

Pero estábamos borrachos

y nos reímos mucho, es lo cierto.

Porque era la mar de lindo

recordar a mi padre,

con su medallita de héroe,

volando por los aires,

confundido con una carretilla

al final de su pata de palo.

 

 

 

 

 

El talismán

A Miguel Ángel Tamayo

 

Yo también poseí un talismán

en otro tiempo.

Yo también.

 

Era monarca a la luz de la mañana

y no me daba cuenta.

Más que monarca era emperador,

y no me daba cuenta.

 

En realidad poseía el mundo, toda la vida,

era el dueño absoluto del firmamento;

muchas veces entonces

fui inmortal,

y no me daba cuenta.

 

Creo que poseía demasiado

para poder comprender nada.

 

(Tampoco me hacía falta.)

 

 

 

 

 

Lista de cosas que saben hacer las manos

a David y Elsa

 

Llegan las seis de la tarde

y mis manos te aman rápidas por debajo de la blusa,

por debajo de la falda, un

pedazo de muslo, en la oficina,

a la salida del trabajo,

antes de llegar a la casa.

 

Llegamos a la oscuridad de la acera,

detrás de una máquina,

y mis manos te vuelven perra

(antes te habían dicho cosas que yo no podría,

porque mis manos siempre comienzan diciéndote cosas

que no están en el diccionario).

Al día siguiente es sábado

y mis manos te buscan por la ciudad,

te arrasan en las esquinas,

en los cines, en los bares, junto a los árboles,

y vuelves a ser perra,

tal vez yegua, mi amor.

 

Así cada día

mis manos te vigilan, te aguardan,

te cercan. Sabes ya que no hay escapatoria:

mis manos te han rodeado para siempre

y empiezas a bajar de peso,

los ojos se te hunden, tu marido sospecha.

Pero no importa. Once

meses hace hoy que aprendiste que para el ancho de tus caderas

se hicieron mis manos

y quisiste celebrarlo

en los peldaños altos

de una escalera con la puerta abierta

que nos saliera al paso.

 

(Por fin has perdido el juicio,

me dije. Por fin has descubierto lo que nos faltaba:

¡el mundo ha sido poblado por mis manos!

 

Eso que flamea en aquella asta es una mano mía

y aquel semáforo es mi otra mano:

ese edificio ya nunca más será un edificio,

sino mis manos, y hacia mis manos seguirás huyendo,

de nuevo a ser perra, veloz,

despavorida, como todas las tardes,

mientras el inteligente de tu marido se divierte con otra).

 

Ahora, sin embargo,

en la estación de policía, no sabes qué contestar,

decir por ejemplo que la culpa ha sido de mis manos

(¿lo dirías?) ¡Qué se vayan al diablo

el sargento, los vecinos,

tu propio marido (que aún no se ha enterado),

y que vivan mis manos, amor!

 

Mis manos dulces de besar en tus rincones

de hacer trenzas, barcos,

ferrocarriles,

cien mil extrañas cosas con tus senos.

 

¡Con sólo separar tus piernas, amor,

mis manos despiertan el barrio!

 

 

 

 

 

Volver

Al Dr. Ramón Vidal

 

Si te demoras demasiado en volver,

después será tarde.  Los niños te hicieron grandes

entretanto, con los árboles y las calles;

los grandes se hicieron viejos, con el cine

principal; donde estaba el bar

hay una funeraria, tú mismo has envejecido,

construyeron una nueva avenida,

¿y a dónde vas a volver,

Si aquel pueblo de entonces no existe ya más?

 

 

 

 

 

Agradecido como un perro

A mi hijo Rubén

 

Dentro de tres horas voy a cumplir 44 años

y me recuerdo de mí mismo cuando pálido, en otro tiempo, cumplí los 30.

Con ese orgullo excesivo del que es todavía muy joven

lloré ese día de 1963, al llegar la noche, y cortando una flor

que introduje en un sobre y guardé con una foto,

silenciosamente dije adiós a la juventud. Fue como si al llegar

a una frontera remota me estuviera despidiendo de mí mismo.

Fue como dos soldados que habiendo hecho juntos una campaña muy larga

tomaran de pronto por senderos diferentes

en la seguridad de no volverse ya nunca más a encontrar; y es de noche

y llueve todavía y el bosque está minado y a lo lejos

siguen tronando tos cañones del enemigo.

Fue como haber despertado de repente en medio de un planeta desconocido

y no saber aún cómo pudo suceder.

Fue como cumplir 30 años

cuando nunca se habían cumplido 30 anos. Y adiós,

muchacho. Hasta siempre.

 

Hoy en cambio no le digo adiós a nada

ni a nadie digo adiós. Por el contrario:

hoy doy la bienvenida a todo lo que tengo

y a todo lo que soy.

No estoy alegre pero estoy contento.

He vivido. Me he quedado calvo

de vivir. Como las grandes cumbres que bate el huracán

en las alturas, me he quedado apenas con unas yerbitas calcinadas encima.

Fue la erosión de vivir.

No me quejo. Mías han sido el hambre

y la gloria de ya no pasar hambre.

En esa colosal superproducción de guerra con un final feliz

que ha sido la historia de mi vida,

he sacado mi papel

por lo menos lo mejor que pude.

No fue fácil. Además del papel de hijo de la cocinera

me dieron un corazón que hoy juzgo demasiado blando

pero un corazón con el que he llegado a encariñarme,

por lo que agradecido lo conservaré hasta que me muera.

Lo demás lo puso la Revolución,

lo demás lo puso la fortuna

y entre los dones de la fortuna

(sin olvidar aquel corazón), los amigos.

Porque a pesar de mi origen humilde,

algunos de los mejores amigos de la tierra

los he tenido yo; algunos (lo he dicho en otra parte)

casi tan buenos que se podrían comer.

Ellos fueron el hallazgo sorprendente de la noche

y las conversaciones en el camino. Después,

por último,

cuando ya cansado de escribir poemas por amores que pasaban

sin calmar mi eterna sed de eternidad

me habla entregado con dedicación sincera a mirar fijamente los astros,

apareció una tarde físicamente en la tierra

Teresa.

No sé si la inventé o bajó Teresa

porque quiso

desde su constelación lejana.

Esta historia en todo caso me confirma

lo que ya habla sabido por mi abuela desde los años de Barrancas:

“El secreto — decía mi abuela — consiste en desear,

desear profundamente hasta que la cosa suceda.”

Mucho he deseado yo en mi vida

y todo ello, poco a poco, a su debido tiempo

se ha ido cumpliendo.

Hasta el sueño de Teresa.

 

Y entonces

¿para qué volver a escribir poemas de amor

si ha sido el poema en lo adelante

un acto material y cotidiano? Sin soledad que engañar,

hoy Teresa y yo nos comemos y nos bebemos el poema

hecho potaje y hecho café que es como alimenta,

y nos reímos de ver cómo se calientan en un jarro

o se fríen en una sartén con manteca

nuestras próximas Obras Completas.

Y de esta manera

cuando Teresa por la mañana barre

o se dispone a lavar las sábanas

o va con su plumero de jarcia sacudiendo los muebles,

no es el suyo entonces un trabajo

sino que es, para ambos, una lectura apasionada.

Por el solo hecho de haber participado de nuestra dicha del día anterior,

hasta las cucarachas muertas de cada mañana

son hoy partes del poema

que en casa vive, y versos invisibles

y por eso mismo más creíbles

el polvo cuando se acumula en las repisas

y el tizne de las cazuelas.

Fue lo que vi en la casa sonada de mi infancia,

lo que después he visto en los hogares maduros

donde el acto no se deja sustituir por la palabra.

En Barrancas vivieron un hombre y una mujer que se amaron

hasta morir de viejos,

sin saber uno de los dos leer ni escribir.

Y no tenían aire acondicionado. Ni conocieron la televisión.

Para que nada falte en ese poema no contaminado de papel

ni estorbado por utensilios inútiles

donde azules y lilas hemos decidido envejecer Teresa y yo,

esperando estamos ahora un hijo cuya primera lección

será aprender él también a no convertir la dicha en literatura,

aunque sobre la dicha escriba; y la segunda,

aprender desde temprano a desear,

a desear con todo el corazón,

como sólo quien ha de morir alguna vez pudiera desear.

 

Y así,

ante la inminencia de la fecha

que en otro tiempo hubiera creído espantosa,

veo que mi suerte ha sido grande,

acaso demasiado grande para quien como yo nació en Barrancas

y le dieron en aquel film

al parecer el último de los papeles.

Como dijo Darío con tristeza: “¿Fue juventud la mía?”

Si por jóvenes entendemos ser o haber sido felices,

yo entonces he sido joven ahora por primera vez.

Y de esta manera

yo el extraviado de otro tiempo,

me siento como quien regresa adonde nunca había estado

pero donde sin duda faltaba, habiendo sido por ello mi aventura

mucho más maravillosa que la de Ulises.

Y ya se escuchan las campanas.

Es Ia dicha anunciando que todo un viaje de calamidades

fue para llegar a este día azul,

a esta edad magnífica,

a esta madurez del corazón,

a este país invisible pero blindado

donde, al fin, el azaroso viaje ha adquirido explicación.

El pasado ya es cine, y por ello, sin rencores,

y si dejar con Teresa de seguir alimentando la candela

con versos que jamás se escribirán,

puedo decirme a mí mismo desde aquí,

con el juicioso entusiasmo de un joven con hijas ya mujeres:

gracias,

gracias. Gracias a todos

por el bien y por el mal que me hicieron dar conmigo mismo.

Gracias. Feliz aniversario, padre, hijo, Alcides, criatura mía.

Nada turbe tu sueño. Con la Revolución, tus hijos, el mundo y

tus amigos,

tuyos sean perpetuamente Teresa y la paz.

Rafael Alcides Nació el 9 de junio de 1933 en Cuba. Estudió en el Instituto de Segunda Enseñanza de Holguín y en las Escuelas Pías de La Habana (1946- ... LEER MÁS DEL AUTOR