Anatomía del abismo
NOCHE EN MANAGUA, TRAS LA MUERTE DE LOS GALLOS
Esta noche tiene la garganta enrojecida.
Ha gritado y está enferma.
Duerme al fondo de un cuarto blanco e iluminado sobre el piso.
Es un gran cerdo rosado.
Contra la esquina, se lamenta.
Perdió la lucidez y tiene todas las uñas rotas.
Está mareada
está borracha.
Esta noche no tiene una cama donde orinar sus miedos.
Por eso se arrastra sobre los techos enmohecidos.
Se alimenta del musgo y del vapor que dejan los niños,
al dormir, en las ventanas.
Se han muerto los gallos que ponen fin a su delirio.
Solo los grillos crepitan en el jardín eterno de las horas.
Está sola con su boca ratonera
está tensa
está brava y es caliente.
Nosotros dormimos en la mancha gris
que es su garganta.
Nos creemos soñadores.
Aún no hemos probado el filo.
Ni siquiera intuimos sus navajas.
MUJER EN LA VENTANA O CRÓNICA DESDE EL CARACAS PALACE
es una suerte que estas ventanas no estén hechas para saltar.
todos sus vidrios son una trampa,
una red fría y trasparente para pegar nuestras narices torpes,
una y otra vez,
ensayando el golpeteo de las moscas.
por las noches, las ventanas son dobles espejos.
el adentro donde estoy yo atada a estas blancas y tensas sábanas
luce frágil,
como la vida de un espectro.
el afuera de altos edificios, en cambio,
elegante e iluminado, es lo tangible,
el éxtasis de lo material.
la ventana proyecta
el interior con una especie de desprecio.
no merece este cuarto ser retratado
lo dije ya
lo real, el afuera
el adentro, lo ficticio.
ANATOMÍA DEL ABISMO
Ella está hecha de cabos sueltos,
los que no encajan
los que no caben por ninguna aguja.
Menos aún, la aguja cerebral.
La que flota como péndulo sobre nuestros cuerpos de títeres.
La que se divide en dos y se abre exacta como un compás.
Ella no sabe cómo ubicarse en mitad de la calle.
No sabe el arriba. No conoce el abajo.
La escalera le es una inmensa espiral.
Sin cabeza ni cola,
una interminable barriga,
una enredadera que va del brazo del piso y del techo
como si fueran la misma cosa.
Un reloj suspendido
entre pasado y futuro
y ella, la arena misma
atravesando, atravesada.
Sentada en una mesa blanca
ella se yergue.
Siente la posición de la respiración
como una criatura agitada dentro de una botella plástica.
Brinda con la risa y con el escándalo
Contempla el bocado frente a ella
y nota que la cuchara es vacía
como vacía es la mesa
y la silla que nunca aprendió a sentarse.
Debajo del agua y con los ojos abiertos
la cordura la mira.
Es una cabeza flotando.
Su pelo convertido en una larga trenza
que une, insolente, los cabos sueltos.
Absortas.
La una frente a la otra
se sientan a tomar el té.
(de Transversa, 2009)
LA CASA EN EL KILÓMETRO 14 Y MEDIO
Era una casa soberbia y silvestre.
Se mantenía caliente por dentro
como una taza honda, redonda y cerrada,
repleta de agua hervida.
Estaba rodeada de árboles de mango
y de pequeños murciélagos que se mantenían, glotones,
cerca de los árboles.
Había perras, siempre había perras.
Entrando y saliendo de las casas,
con las tetas viejas y húmedas,
con el sexo rojo atrayendo a los machos en cada luna.
Parían crías que luego se devoraban,
escondidas en la parte trasera de la casa,
donde crecía el pasto de forma salvaje,
donde un nido rabioso de órganos abandonados se entumecía.
Había un gato, aburrido y sucio,
que volvía siempre con la trompa habitada de algún roedor sanguinolento.
Lo recibían en casa con mimos y él nos dejaba
sus presas-ofrendas debajo de la mesa.
Siempre, a la hora del almuerzo.
Por las noches entraba viento,
un viento fresco que despeinaba las ramas hogareñas de los murciélagos,
solo entonces era la casa fresca.
Al sentir el viento salíamos de nuestras camas sudorosas
y subíamos descalzas a las hamacas
y nos mecíamos con un viento que soplaba, excitado, cada vez más fuerte.
Las perras lloraban.
Debajo de las mesas del patio, cogían y se mojaban,
se mordisqueaban unas a otras,
montaban la tierra y el pasto
rompían las macetas con la fuerza de su celo.
La luna era gorda y amarilla.
Estaba manchada.
Nos alumbraba como una luciérnaga esférica.
Mientras tanto, los zancudos untaban su baba en nuestras piernas
y nos hinchaban las pantorrillas. Su baba nos hervía por dentro.
Alborotadas, nuestra sangre
atraía a los pequeños murciélagos.
Era una casa soberbia y silvestre.
Y nosotras, no menos soberbias, no menos silvestres.
(inédito)