Gabriel Chávez

Y la multiplicación de los asombros

 

 

Por Alex Salinas

El azar quiso que este último año, de grandes pérdidas, me acompañara Multiplicación del sol (2019), poemario de Gabriel Chávez Casazola (1972) publicado por Editorial Plural. Es un libro retrospectivo en el cual, cerca de los 50 años y lejos de Sucre, su ciudad natal, el poeta inicia un viaje al pasado, intentando conectar dos universos literarios, el de su infancia y temprana juventud y el actual, como habitante y fuerza de otra urbe.

El primer poema marca, desde el inicio, un acertijo de origen. En éste, el poeta declara su comienzo, el lugar marginal del que siempre quiso partir: “He nacido en los confines de un imperio inasible/rodeado por líneas imaginarias y huidizas./Desde niño quise conocer el corazón de la comarca,/acudir a su norte que era también su centro”. Sin embargo, la voz poética se da cuenta que jamás ha partido y ese imperio inasible que menciona, es en realidad su centro, al que debe volver a caminar para desenterrar esas capas de experiencia que lo han convertido en lo que es: “Después de muchos años de soñar con caminos/me resigno a saber que no he partido”.

Así, en Multiplicación del sol, el poeta inicia un itinerario, no necesariamente lineal ni cronológico, ejercicio de la memoria, sorprendido tal vez por la fugacidad de las cosas, la fragilidad del cuerpo y la vida de los hombres a los que Chávez compara con las nubes, “imagen de lo humano, de tanta libertad impredecible”. La fugacidad de los días y los años se contrastan con distintas eternidades: una inmanente, la de los astros y las piedras; otra cíclica, la de las ciudades y las plantas, que mueren y se regeneran para volver a nacer, para darse nuevamente.

Multiplicación regresa a un origen, no como nostalgia, sino como reconocimiento y posesión, muchas veces celebratoria, de aquellas capas que componen la voz poética, de demonios acaso, siguiendo la terminología utilizada por Vargas Llosa, sobre todo de obsesiones, mitos familiares, imágenes recurrentes que conforman su imaginario vital convertido poesía.

Allí encontramos lugares, personajes en el camino, también pérdidas y ausencias, la del padre (“aquella oquedad que perfora el recuerdo de/un desconocido/al que conocí, de un conocido/al que desconozco..”), la memoria de sus mayores convertida en su memoria, la icónica figura del bisabuelo, arquetipo del escritor caminante que llevó su bonhomía hasta los confines y más allá de nuestra geografía: “Ha llegado esa mañana, así, de pronto, con sus ecos de/mares y montañas/remotas, con su voz que es un tiempo sin tiempo y que/como el tiempo jamás se detiene”. Al respecto, indica el crítico colombiano Santiago Espinosa: “No conozco a un poeta latinoamericano, o al menos no es así en las generaciones más recientes, donde se viva con mayor intensidad nuestro contacto con los antepasados y con la herencia[…] Hablo de una memoria histórica, pero también familiar, doméstica”.

Toda esta memoria es el patrimonio del poeta, lugares de zozobra y entonces, iluminación: momentos de revelación, asociados a lo sagrado, que encontramos en el camino, ya no en la selva sagrada impoluta de los románticos, tampoco exclusivamente en la ciudad moderna (y sus artículos) de los decadentes decimonónicos, sino en el mismísimo recorrido, cuando la poesía se hace presente de las maneras menos impensadas, en esos minúsculos instantes “diminutos y traviesos” de manifestación y multiplicación de lo divino: “la lluvia en verano o el agua cayendo desde la regadera”, “la acequia de una vieja huerta ”, los patios de su infancia, en esa “porción secreta de Dios que hay en todos los/elementos”.

Multiplicación jamás prescinde de Dios, pero, pero como no podía ser de otra manera en este siglo, se permite la duda, el enfrentarse otra vez la imposible teodicea, la razón de “los borrones de Dios”. No obstante Éste se hace presente, lo anotamos, en la “chispa de luz” que habita en nosotros todos, también en el encuentro erótico, lugar de salvación, según el budismo tántrico, mediante el pleno goce de nuestros sentidos. Es el acto del coito (nos lo recuerda Ángel Rama) cuando “todos lo hombres no son el mismo hombre[…], sino algo más que está fuera del límite de la experiencia humana corriente[…]como un relámpago que nos integra a la fuerza del mundo todo”. Así parece intuirlo el poeta: “El puerto de llegada/lo ignoramos/y nos dirigimos a él a pesar nuestro./¿No serán, acaso el mismo puerto?/No será que, por eso, tantas noches, buscamos/desfallecer en el puerto de origen”.

Para Chávez, Dios puede hacerse presente también en las líneas de un poema, en la sorpresa y la íntima revelación que la lectura nos depara, en la reminiscencia de esos instantes de asombro y, a veces, en esa luz refractaria que se produce en el momento de la escritura. Así, Chávez, en algunos poemas ensaya verdaderos diálogos intertextuales con sus autores queridos (Homero, Machado, Ezra Pound, Unamuno, Teresa de Ávila,etc), retomando sus palabras, vertiéndolas en su propia experiencia, como un intento de refracción de ese instante de éxtasis de una primera y lejana lectura.

De alguna manera, encuentro en Multiplicaciones un hilo conductor, el nexo que intenta conectar dos universos poéticos, aquel de su infancia y su primera juventud (“lo que hicieron de ti en doce años/lo que hiciste de ti en otros siete…” ) y el otro actual de su madurez poética. El primero está cargado de experiencia, de nexos y de sueños, de artefactos de la cultura, ya sea popular o culta, expresada esta última sobre todo en lecturas. El otro universo se traduce en la selva y el árbol, como símbolos quizás de su actual casa de palabras. Para Chávez hay algo majestuoso en estos seres vegetales, pues son capaces de sobreponerse a la mancha humana, de “lavar el mal del mundo”. Son, a su vez, la faz donde asoma una remota unidad (Pando), la inconmensurable presencia de Dios.

En este último universo la urbe se hace casi invisible, salvo acaso en su barbarie, “en el taxista al que estrangularon/para robarle el equivalente de tres dólares/y un teléfono móvil al que, durante horas,/inútilmente, le llamaron sus padres”. Lo que alumbra son sus jardines, “[e]l árbol florecido de un patio ajeno [que] nos sabe de murallas”. Tal vez sea este universo injustamente silenciado, otra vez informe, sin historia donde reconocerse, sin ancestros, sin mitos ni épica (tierra fértil que la literatura utiliza e inventa). Pienso, a su vez, que esa voz que leemos, al contrario de sus árboles, apenas extiende sus raíces. De allí su regreso, ese esfuerzo de memoria y reapropiación de lo perdido, a la historia que lo constituye, para, finalmente, en el acto escritural del poema, hacerse parte y portavoz de ese paisaje literario, suyo y nuestro, difuminándose en el tiempo. “[A]l/final/somos/lo/que/abandonamos” nos dice Chávez, parafraseando acaso al Borges de “Posesión del ayer”: “solo es nuestro lo que perdimos”.

El último poema, “Punto”, Chavez parece cerrar con arrogancia su trayecto, indicando que el viaje ha terminado: “Es maravilloso haber llegado al punto/ en que ya no es preciso buscar la razón de tu vida/el norte (y sur) de tu vida/ porque ya has encontrado todas esas cosas…”. Es quizás el omega de una búsqueda que significa la familia. Afortunadamente pronto se contradice, adelantándose acaso al futuro, al dolor y al conocimiento que nuevas partidas y recorridos anuncian. No, el viaje no ha concluido y con Chávez esperamos otros encuentros, otros momentos en los cuales, como satélites lectores, podamos multiplicar también la Luz.

 

 

 

Poemas de Gabriel Chávez Casazola

 

 

Confines

 

He nacido en los confines de un imperio inasible

rodeado por líneas imaginarias y huidizas.

 

Desde niño quise conocer el corazón de la comarca,

acudir a su norte que era también su centro.

 

Después de muchos años de soñar con caminos

me resigno a saber que no he partido.

 

Esta mañana un hombre enfrente mío conversa con los pájaros.

Les instruye la forma de llegar al palacio de jade.

 

Yo lo escucho pensando en el norte,

en el centro,

en mi viejo deseo.

 

Pero ya estoy cansado y los días me pesan.

 

He de conformarme con aprender ese idioma de aves

y, ya solo, en mi cuarto, planear sobre las sábanas.

 

 

 

Declaración

 

No creo en el hombre.  Apenas

en la chispa de luz adentro suyo

que un soplido de codicia extingue

 

como apaga un pequeño pabilo la tormenta.

He visto demasiado y no creo en el hombre.

Amo los árboles.  Los animales.

He viajado y vivido demasiado y el

 

único deporte de riesgo que todavía me interesa

es caminar por el campo sintiendo el vértigo del tiempo

en las hojas que caen

o la feliz adrenalina de las hojas nuevas.

 

 

 

 

Haydeé Aguilar

Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela
nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada
Cesare Pavese

 

En aquella época en que nos conocimos usted pintaba el altiplano

con colores intensos, sorprendentes.

No recurría a los ocres habituales, a la paleta del viento.

Volcaba rojos poderosos, amarillos, anaranjados, violetas,

el cuadro como un puesto de frutas

el domingo en el mercado de un pueblo.

Todo lo pintaba con esos colores: el paisaje, los camiones,

la gente, las casas, el camino abierto

hacia la nada o el todo.

Y sin embargo, pese al calor de los colores, uno sentía

que estaba allí, en medio de la puna,

entre un frío acerado, mirando nada más ese camino,

escuchando –¿por qué?- una música alegre, no un lamento.

 

En aquella época en que nos conocimos usted pintaba el altiplano

y leía La lujuria de vivir.

Le habían dicho que estaba enferma, que la paleta, que el olor

de la trementina, que cosas inexpresables,

que se dejara de pintar para sanarse de una vez por todas

y usted, entre cocinar y fregar platos, leyendo ese libro

seguramente pensaba en aquel otro pintor

enfermo, incomprendido, recuperando en Arles y pintando

con colores insólitos,

cayendo

en la miseria, en la turbación, en la lujuria de dejarse morir

abrumado por la vida sencilla.

 

Pero usted no se dejaba morir.  Era yo,

que en aquella época en que nos conocimos, mientras

su mano pintaba con colores intensos,

sorprendentes,

quería matarme por una mujer mientras otra mujer

quería matarse por mí, todo un pobre estúpido al que usted,

mi Theo entonces, socorrió con sopas de papa lisa y marraquetas

también inexpresables.

 

Cómo recuerdo los colores de sus cuadros.

Esos rojos poderosos, amarillos, anaranjados, violetas,

el cuadro como un puesto de frutas el domingo en el mercado de un pueblo.

Era, decían, la paleta de la enfermedad.

Usted y yo sabíamos que no.

Que era la paleta de la memoria que no olvidaba

cómo eran las cosas verdaderas cuando eran verdaderas,

la paleta de la vida sencilla, abrumadora,

a la que usted me recuperó

mientras la enfermedad se la iba llevando por un camino

anaranjado, con una caldera en la mano,

y yo comenzaba a saber que un día usted se perdería

dentro de los pueblos en domingo de uno de sus cuadros

para no salir más, por cosas inexpresables

bajo una música alegre y no el lamento del yaraví.

 

 

 

 

Trayecto

 

Entre

la

Noche

y

la

noche

de

sol

a

Sol

 

vamos

dejándonos

por

el

camino

 

sombras

del

tiempo

 

abandonamos

lo

que

somos

 

y

al

final

somos

lo

que

abandonamos

 

 

 

 

De la procedencia de la luz

 

La luz viene siempre desde fuera

léase sol astros fuego lámpara:

nosotros somos oscuridad.

 

¿Pero la luz viene siempre desde fuera?

¿En el principio era la oscuridad y la luz sobrevino?

¿Desde qué afuera?

¿O en el principio la luz era un adentro?

 

¿Y la idea de la luz dónde sucede?

¿Podía alguien ver la luz si nadie había?

¿Podía alguien llamarla luz e iluminarse?

 

Entre el afuera y el adentro, la luz.

Nosotros somos un canal de luz, un río,

un mirar, un nombrar, un alumbrarse.

 

¿La luz que vino siempre desde fuera

se hizo en la carne y habitó en nosotros?

¿Ahora otra vez la luz será un adentro?

¿Habrá sol astros fuego lámpara en tu pecho,

en tu retina, en una circunvolución de tu cerebro?

 

Nosotros somos luz.

Ahora la oscuridad es un afuera

que reinará cuando nos apaguemos.

 

¿Y, cuando nos apaguemos,

volveremos hacia la luz primera?

¿Nos envolverá la oscuridad temprana?

¿Seremos luz, seremos nada?

 

Cierro los ojos.

La luz de la memoria

—el hombre teme más al olvido que a la muerte—

me devuelve a un hombre que se llamó Machado:

 

Anoche cuando dormía

soñé ¡bendita ilusión!

que un ardiente sol lucía

dentro de mi corazón.

 

¿De dónde viene la luz de este poema?

¿Del afuera que es Machado o del adentro que lo recuerda?

 

Insisto: ¿la luz viene siempre desde fuera?

 

 

 

 

After party

A Gordon McNeer,
que estuvo allí y entonces.
A Bob Dylan.

 

La perra del poeta no tiene pedigrí, tal vez

antecedentes penales. —‘Ella está medio loca’,

me dice el poeta con su español de gringo viejo.

Enseña su fotografía en la pantalla del teléfono,

la verdad se la ve como una perra cualquiera

—esas cosas como la locura no siempre se notan

a primera vista.  La perra del poeta a veces desvaría,

es comprensible.  Sus anteriores amos la encerraron

en una jaula sin comida junto a sus dos hermanas

—la jaula era pequeña— y fingieron olvidarlas

o se divirtieron suponiéndolas matarse a dentelladas.

 

Cuando la novia del poeta rescató a la que ahora es

la perra del poeta, ésta era la única sobreviviente:

al lado suyo sólo quedaron unos cuantos huesos y

trozos de cuero en la jaula.  ‘Tomó un tiempo

que pudiera confiar en nosotros, volver a correr

por el campo’ relata con su voz de gringo viejo.

‘A momentos se queda perpleja, con la mirada

extraviada, pero ahora es feliz o algo parecido’,

sonríe, mientras bebe un sorbo de cerveza y

se limpia con el dorso de la mano bajo el sol

de Granada.

 

A no muchos kilómetros de allí,

buscando las playas del Mediterráneo,

tan sólo unas siluetas: tres adolescentes,

casi unos niños todavía, fugitivos

huérfanos de la guerra, encerrados a mar abierto

en una balsa —no hay mayor cárcel que

las aguas que no tienen más horizonte

que sí mismas— navegan a la deriva

a cielo descubierto. La patera es pequeña,

no tienen provisiones y el final, previsible.

Sobrevivirá, si acaso, apenas el más fuerte,

tocará tierra, encontrará —tal vez—

unas manos generosas como las del poeta

y las de la novia del poeta.  Perplejo, con

la mirada extraviada a momentos, quién sabe

incluso podrá olvidar algún día en la decadente

Europa.  Y hasta volver.

 

‘Quisiera un día conocer a tu mascota’,

le digo al poeta, alzando a mi vez el vaso de cerveza.

Sonreímos. También nosotros, a pesar de las jaulas

y de las pateras que llevamos dentro,

sobrevivientes, perplejos, extraviados,

podemos por un momento ser felices

—o algo parecido.

Como lo pueden ser

un tigre indefenso, una bala perdida.

 

 

 

 

La felicidad

 

Y acaso a veces

o casi siempre

la felicidad sea solo un arrebato:

 

un rapto

 

algo así como

la velocidad en un descapotable

o la sensación de la velocidad en un descapotable

o la maravillosa sensación de escuchar Chicago a toda mecha en un descapotable

que recorre un camino bordeado de sembríos verde y oro.

 

Sí, eso.

 

La cuestión es escuchar Chicago —o Pachelbel u ópera—

y pensar que estamos corriendo por una carretera

larga y libre

muy larga y muy libre

y que somos ese descapotable

celeste y oro

que jamás tendremos.

 

Algo así.

 

 

 

 

Los patios son para la lluvia

 

Los patios son para la lluvia

cuando ella cae despiertan sus baldosas,

abren los ojos del tiempo sus aljibes.

 

Y entonces los patios cantan.

 

Un canto hondo,

en un idioma arcano

que hemos olvidado pero que comprendemos

cuando cae la lluvia sobre los patios

y volvemos a ser niños que oyen llover.

 

Bajo la lluvia todas las cosas son renovadas en los patios

y cuando escampa el mundo huele a recién hecho, a sábado de Dios, a primavera.

 

El canto de los patios en la lluvia borra el dolor del universo y susurra el dolor del universo

por las lluvias perdidas, por los patios perdidos, por los cantos perdidos,

por ti y por mí que bailamos

bajo la lluvia de Bizancio

arcanas danzas

con movimientos hondos

en los patios de la memoria.

 

Por ti y por mí que bailamos

que llovemos

que despertamos las estaciones mientras el patio canta

 

porque la lluvia es para los patios,

esos indescifrables.

 

 

 

 

Punto

 

Es maravilloso haber llegado al punto

en que ya no es preciso buscar la razón de tu vida

el amor de tu vida

el norte (y sur) de tu vida

porque ya has encontrado todas esas cosas

o ellas te han encontrado

y ahora puedes llamarlas, casi familiarmente,

con un sustantivo,

sea éste el nombre de alguien

—aquí puedes poner el que desees—

o de algo misterioso, como la poesía.

 

Y sin embargo, lo más maravilloso de todo esto

es que debes seguir buscando,

buscando

porque todas las cosas y los seres

que se encuentran

así como llegan se alejan.

 

Incluso la poesía, a momentos.

Esa desconocida.

 

 

 

[Estos poemas están tomados de Multiplicación del sol.  Primera edición: Bogotá, Colombia, Los Torreones, 2017; segunda edición: Concepción, Chile, Universidad de Concepción, colección Umbrales, 2018; La Paz, Bolivia, Plural Editores, 2019].

GABRIEL LIBRO portada

Gabriel Chávez Casazola (Bolivia, 1972). Poeta, ensayista, periodista y gestor cultural boliviano. Sus libros están publicados en 15 países de América y Europa, ... LEER MÁS DEL AUTOR