Horas salvajes
Ituango
Es un buen día para ver a mi padre,
su espalda cargada de peces,
la red entre las manos, tejiendo
la transparencia de sus tratos con el agua.
Pero dónde está mi padre,
¿No es esa su cabeza,
un punto brillante, aguas abajo,
ardiendo con el sol del Bajo Cauca?
Me pregunto desde cuando soy hijo de pez mutilado,
de un manojo de algas subsumidas,
hijo de una forma rota y circular
como las boyas adheridas a los ríos de nadie.
¿Me equivoco? ¿No es esa su cabeza boqueando
en lucha con un remolino de piedras y esclusas?
Él, nadador en las horas más azules de la tierra,
¿Tan pronto se va al encuentro con el mar?
Creo ver sur garganta más abierta y seca
que el barro que se parte en los veranos,
más boquerón y zanja que las trampas
en que los caballos se rompen las patas.
Desde cuando tanta elocuencia
en un hombre de río y silencio,
desde cuando tanta intemperie
de palabras dichas a la nada.
Barco de papel humilde,
dime que no quieres olvidar mi nombre
escrito en los bordes amarillos de tu vida,
que no quieres ser un fantasma
incapaz de señalar la cara de tus perpetradores,
a gritos, a dentelladas,
dime la razón de tu cuerpo bajando con los barcos,
tu cuerpo sin las manos de mi madre
para decirte esteras de sombra y palma,
tú que apenas ayer olías la noche
adivinando el giro del cardumen,
¿Dónde estás ahora?
¿Quién te arrancó de tu sitio
como arrancar un cedro de tajo,
como dejar sin olor la vida?
¿En dónde está la luz que te llevaba
a la selva virgen y la montaña?
Le recuerdo a gritos que eso de dejarse ir con la corriente no es lo suyo,
que qué hace allí boqueando junto a los peces que él dominaba,
tirado por el suelo de su propio reino.
¿Tan pronto se va al encuentro con el mar?
Un momento, no tan rápido,
quiero arrojarme,
con él quiero arrojarme.
Despertarás mañana
Sin escuchar el fusil que se dispara,
sin oír el golpe del martillo
o la sentencia que marque la frontera de este mundo con el otro,
sin sentir la última respiración de todos los que parten
en incomprendidas lenguas,
las creaturas que gritan
a la oscuridad que por primera vez los hiere,
sin saber quién como tú al otro lado del mundo
abrirá sus ojos aterrados en la celda,
sin imaginar quién huye,
allá donde la tierra se curva
qué guerra mancha las nubes de rojo,
sin saber qué ciudad ha dejado de existir.
Despertarás mañana,
sin saber que todo afuera ha cambiado,
y que alguien puede tocar tu puerta,
el mismo instante en que los otros
sintieron que su vida era un parpadeo,
una ráfaga de fusil en la penumbra.
Inmunidad
El vendedor de hojas de eucalipto,
como el boticario que resiste
y guarda su saber en viejas botellas,
deja un rastro de menta y luz
por las escépticas calles de los barrios del norte.
Quiere terminar la jornada y se apresura
en vocear los beneficios de las últimas hojas.
Nadie responde
por los monolitos de calles vacías,
por las vidrieras que regresan el eco
a los pliegues oscuros de la garganta.
Son solo hierbas arrancadas
deambulando por simétricos jardines,
remedios de otro tiempo para el mal invisible.
Cargado de ramas blanqueadas por la noche,
y con poco dinero en el bolsillo,
el vendedor regresa al encuentro de su inmunidad:
aquel corazón que late junto una caja de pan,
aquel pálpito suspendido
entre las brasas y las manos de su madre,
inmune a las visitas, a las enfermedades,
allí donde nadie llega por lo difícil del terreno,
laderas de los cerros orientales
donde el día debe inclinarse, lavarse las manos,
nada menos para ese niño que aguarda a su padre
mientras habla con el sol de los venados.
Tulipán africano
Antes de que el árbol caiga
quiero ver una vez más aquella marca,
las letras que tallé con mi navaja.
La primera herida de un gigante que miraba
con indulgencia
mi mano atroz e inocente.
¿Qué sabíamos los dos
de la caída de las hojas
en ese verano
de viento y resina?
Antes de que el árbol caiga,
quisiera tener otro nombre
para escribir en su madera.
Y quisiera él desde su altura
perdonar una herida más de mi navaja
tallando desfiguradas letras.
Que fuera eso y no el tiempo, que como a mí,
ya sin nombres que escribir en la corteza,
me trae las formas del olvido, hacha implacable.
Poema póstumo de César Vallejo
He terminado por ser el combatiente de mi propio poema,
abatido en la trinchera, sobre un hueco de tierra y plomo.
Nadie ha revivido este muerto de dolor por tanto tiempo,
sumergido en mi propia gravedad, hueco puro de la penumbra.
Vuelvo al principio, y este hueco hondo me lleva más atrás,
al agua primordial y la espantosa soledad de sus átomos,
lo que sería con los años la partícula más remota de una lágrima,
la sórdida marea en las mejillas de un niño.
¿Pero quién puede saber la dirección de lo que cae sin fin por este pozo?
Tal vez haya un lugar para la felicidad, blanco como nieve y alabastro.
Tal vez exista un árbol y una rama al borde de una orilla
donde permanezca tendida la ropa de los que juegan en el agua
y siguen sumergidos, buceando hasta ser los peces,
minutos antes de salir a la superficie
el cuerpo por primera vez erguido
en la difícil tarea de caminar y ser terrestre.
Quisiera ser ese que ve la luz y deja atrás las oscuras aguas,
lo que se despierta después de un largo sueño
y nace y existe sin saberlo. Que alguien me levante
como el Lázaro de mi poema,
o el carbón que ve el diamante en las manos de un minero.
Que alguien me levante de mi propio hueco
y sople el polvo de mis huesos hasta las bandadas del trópico,
como si prendieran mis poemas en las alas de un pájaro
que termina por quemarse en el círculo solar. Que caigan sus cenizas
en los campos, junto al trigo y los ganados,
tal vez así, de la viruta que se pudre y se hace hierba
me levantaría, Lázaro de mi poema.
Horas salvajes
No me hables de las queridas horas salvajes
ni de los caminos pardos donde aprendimos a no caer.
No me hables del camino donde bajaba el agua
para ese pueblo que no era el mío,
pero que lo quiso la memoria como suyo.
barro y agua tuvimos
bajo la percusión de un millón de gotas.
No me hables del bosque rítmico
que miraba pasar a los ingenuos naturalistas,
no ahora que la mirada se clava en la mesa
esforzando la música de unas botellas exiliadas.
Están lejanas las libres horas salvajes.
La madera muerta de los bosques
sabido es que se expande con la humedad que la toca,
como crece ahora la madera de la mesa
con algunas gotas que desde arriba caen.
Antes de la destrucción
La devoción entre hermanos
representa una amenaza
para la costumbre imperial
de asesinar a sus propios hijos.
Nada resulta más peligroso
que la fidelidad que cuida con esmero
los jardines
donde las cosas se bastan a sí mismas.
En la callada noche,
la devoción entre hermanos
es el hijo que inclina la cabeza
sobre el regazo del padre.
Antes de la destrucción,
el bosque enseña sus tesoros,
y la tierra se complace
con un corazón liviano
como una pluma.