Víctor Rivera

Horas salvajes

 

 

 

 

 

Ituango

 

Es un buen día para ver a mi padre,

su espalda cargada de peces,

la red entre las manos, tejiendo

la transparencia de sus tratos con el agua.

Pero dónde está mi padre,

¿No es esa su cabeza,

un punto brillante, aguas abajo,

ardiendo con el sol del Bajo Cauca?

Me pregunto desde cuando soy hijo de pez mutilado,

de un manojo de algas subsumidas,

hijo de una forma rota y circular

como las boyas adheridas a los ríos de nadie.

¿Me equivoco? ¿No es esa su cabeza boqueando

en lucha con un remolino de piedras y esclusas?

Él, nadador en las horas más azules de la tierra,

¿Tan pronto se va al encuentro con el mar?

 

Creo ver sur garganta más abierta y seca

que el barro que se parte en los veranos,

más boquerón y zanja que las trampas

en que los caballos se rompen las patas.

Desde cuando tanta elocuencia

en un hombre de río y silencio,

desde cuando tanta intemperie

de palabras dichas a la nada.

 

Barco de papel humilde,

dime que no quieres olvidar mi nombre

escrito en los bordes amarillos de tu vida,

que no quieres ser un fantasma

incapaz de señalar la cara de tus perpetradores,

a gritos, a dentelladas,

dime la razón de tu cuerpo bajando con los barcos,

tu cuerpo sin las manos de mi madre

para decirte esteras de sombra y palma,

tú que apenas ayer olías la noche

adivinando el giro del cardumen,

 

¿Dónde estás ahora?

¿Quién te arrancó de tu sitio

como arrancar un cedro de tajo,

como dejar sin olor la vida?

¿En dónde está la luz que te llevaba

a la selva virgen y la montaña?

Le recuerdo a gritos que eso de dejarse ir con la corriente no es lo suyo,

que qué hace allí boqueando junto a los peces que él dominaba,

tirado por el suelo de su propio reino.

¿Tan pronto se va al encuentro con el mar?

Un momento, no tan rápido,

quiero arrojarme,

con él quiero arrojarme.

 

 

 

 

Despertarás mañana

 

Sin escuchar el fusil que se dispara,

sin oír el golpe del martillo

o la sentencia que marque la frontera de este mundo con el otro,

sin sentir la última respiración de todos los que parten

en incomprendidas lenguas,

las creaturas que gritan

a la oscuridad que por primera vez los hiere,

 

sin saber quién como tú al otro lado del mundo

abrirá sus ojos aterrados en la celda,

sin imaginar quién huye,

allá donde la tierra se curva

qué guerra mancha las nubes de rojo,

sin saber qué ciudad ha dejado de existir.

 

Despertarás mañana,

sin saber que todo afuera ha cambiado,

y que alguien puede tocar tu puerta,

el mismo instante en que los otros

sintieron que su vida era un parpadeo,

una ráfaga de fusil en la penumbra.

 

 

 

 

Inmunidad

 

El vendedor de hojas de eucalipto,

como el boticario que resiste

y guarda su saber en viejas botellas,

deja un rastro de menta y luz

por las escépticas calles de los barrios del norte.

Quiere terminar la jornada y se apresura

en vocear los beneficios de las últimas hojas.

 

Nadie responde

por los monolitos de calles vacías,

por las vidrieras que regresan el eco

a los pliegues oscuros de la garganta.

Son solo hierbas arrancadas

deambulando por simétricos jardines,

remedios de otro tiempo para el mal invisible.

 

Cargado de ramas blanqueadas por la noche,

y con poco dinero en el bolsillo,

el vendedor regresa al encuentro de su inmunidad:

aquel corazón que late junto una caja de pan,

aquel pálpito suspendido

entre las brasas y las manos de su madre,

inmune a las visitas, a las enfermedades,

allí donde nadie llega por lo difícil del terreno,

laderas de los cerros orientales

donde el día debe inclinarse, lavarse las manos,

nada menos para ese niño que aguarda a su padre

mientras habla con el sol de los venados.

 

 

 

 

Tulipán africano

 

Antes de que el árbol caiga

quiero ver una vez más aquella marca,

las letras que tallé con mi navaja.

La primera herida de un gigante que miraba

con indulgencia

mi mano atroz e inocente.

 

¿Qué sabíamos los dos

de la caída de las hojas

en ese verano

de viento y resina?

 

Antes de que el árbol caiga,

quisiera tener otro nombre

para escribir en su madera.

Y quisiera él desde su altura

perdonar una herida más de mi navaja

tallando desfiguradas letras.

 

Que fuera eso y no el tiempo, que como a mí,

ya sin nombres que escribir en la corteza,

me trae las formas del olvido, hacha implacable.

 

 

 

 

Poema póstumo de César Vallejo

 

He terminado por ser el combatiente de mi propio poema,

abatido en la trinchera, sobre un hueco de tierra y plomo.

Nadie ha revivido este muerto de dolor por tanto tiempo,

sumergido en mi propia gravedad, hueco puro de la penumbra.

 

Vuelvo al principio, y este hueco hondo me lleva más atrás,

al agua primordial y la espantosa soledad de sus átomos,

lo que sería con los años la partícula más remota de una lágrima,

la sórdida marea en las mejillas de un niño.

¿Pero quién puede saber la dirección de lo que cae sin fin por este pozo?

 

Tal vez haya un lugar para la felicidad, blanco como nieve y alabastro.

Tal vez exista un árbol y una rama al borde de una orilla

donde permanezca tendida la ropa de los que juegan en el agua

y siguen sumergidos, buceando hasta ser los peces,

minutos antes de salir a la superficie

el cuerpo por primera vez erguido

en la difícil tarea de caminar y ser terrestre.

 

Quisiera ser ese que ve la luz y deja atrás las oscuras aguas,

lo que se despierta después de un largo sueño

y nace y existe sin saberlo. Que alguien me levante

como el Lázaro de mi poema,

o el carbón que ve el diamante en las manos de un minero.

 

Que alguien me levante de mi propio hueco

y sople el polvo de mis huesos hasta las bandadas del trópico,

como si prendieran mis poemas en las alas de un pájaro

que termina por quemarse en el círculo solar. Que caigan sus cenizas

en los campos, junto al trigo y los ganados,

tal vez así, de la viruta que se pudre y se hace hierba

me levantaría, Lázaro de mi poema.

 

 

 

 

Horas salvajes

 

No me hables de las queridas horas salvajes

ni de los caminos pardos donde aprendimos a no caer.

 

No me hables del camino donde bajaba el agua

para ese pueblo que no era el mío,

pero que lo quiso la memoria como suyo.

barro y agua tuvimos

bajo la percusión de un millón de gotas.

 

No me hables del bosque rítmico

que miraba pasar a los ingenuos naturalistas,

no ahora que la mirada se clava en la mesa

esforzando la música de unas botellas exiliadas.

 

Están lejanas las libres horas salvajes.

La madera muerta de los bosques

sabido es que se expande con la humedad que la toca,

como crece ahora la madera de la mesa

con algunas gotas que desde arriba caen.

 

 

 

 

Antes de la destrucción 

 

La devoción entre hermanos

representa una amenaza

para la costumbre imperial

de asesinar a sus propios hijos.

 

Nada resulta más peligroso

que la fidelidad que cuida con esmero

los jardines

donde las cosas se bastan a sí mismas.

 

En la callada noche,

la devoción entre hermanos

es el hijo que inclina la cabeza

sobre el regazo del padre.

 

Antes de la destrucción,

el bosque enseña sus tesoros,

y la tierra se complace

con un corazón liviano

como una pluma.

Víctor Rivera (Popayán, Colombia, 1980). Músico de la Universidad del Cauca, Magíster en Literatura. En el 2011 publica con la editorial Gamar, su libr ... LEER MÁS DEL AUTOR