Meditación interrumpida
(Traducción al español de Santiago Espinosa)
Medida
Recurrencias.
La luz cobriza titubea
de nuevo en las pequeñas hojas
del ciruelo japonés. Es una tarde
de verano, la paz de la mesa
en la que escribo
y la paz habitual de la escritura,
aquellas cosas que provienen
de un orden al que sólo
pertenezco en la ociosidad
de la atención. La última luz
bordea el azul de la montaña
y casi podría entrever aquello
por lo que he nacido,
no tanto en la luz del sol
o en el árbol del ciruelo japonés
como en el pulso
que da forma a estas líneas.
Meditación en Lagunitas
Todo el nuevo pensamiento trata sobre la pérdida.
En esto se parece al viejo pensamiento.
La idea, por ejemplo, de que cada particular borra
la claridad luminosa de una idea general. De que el
pájaro carpintero que sondea el tronco muerto
y esculpido de un abedul es, por su sola presencia,
una caída trágica desde aquel mundo primigenio
y pleno de luz. O la otra idea que nos dice,
que puesto que no hay nada
a lo que el arbusto de moras corresponda,
toda palabra es una elegía de lo que realmente significa.
Hablamos de esto la noche pasada. En la voz
de mi amigo había una delgada línea de tristeza, un tono
casi quejumbroso. Después de un tiempo comprendí
que hablando de esta forma todo se disolvía: la justicia,
el pino, el cabello, la mujer, tú y yo. Hubo una vez una mujer
a la que le hice el amor. Recuerdo de qué manera
sostenía entre mis manos sus hombros diminutos. Algunas veces
sentí un asombro violento ante su presencia, una sed de sal,
como si estuviera frente al río de mi infancia con sus islas de sauces,
la música tonta que venía desde el barco del placer,
esos lugares pantanosos donde atrapábamos aquellos pescaditos
de un naranja plateado y que llamábamos semillas de calabaza.
Tenía muy poco en común con ella. Anhelo, decimos,
porque el deseo está lleno de distancias infinitas. Algo tan distante
habré sido yo para ella. Pero recuerdo muy bien esa manera
en que sus manos deshacían el pan, lo que le dijo su padre
y que la hirió profundamente, las cosas que soñaba.
Hay momentos en que el cuerpo es tan numinoso
como las palabras, días que son la carne misma prologándose.
Hubo tanta ternura en aquellas tardes y noches,
diciendo las moras, las moras, las moras.
Rusia en 1931
El arzobispo de San Salvador ha muerto, asesinado por quién sabe quién. La izquierda dice
que lo hizo la derecha, la derecha que fue el acto de unos provocadores.
Pero las familias de los barrios duermen con los niños a su lado, y un machete o un rifle,
si es que tienen uno.
Y la posteridad está escarbando entre los pies de página para indagar quién pudo ser
Aquel arzobispo,
o acaso esperando a que el poeta regrese a sus asuntos. Pues bueno, aquí lo tienen:
sus pechos son del color de las piedras morenas bajo la luz de la luna, más pálidos aún
bajo la luz de la luna…
Y esto los debería retener por un momento. El arzobispo ha muerto. La poesía no nos
ofrece ninguna solución: ella nos dice que la justicia es el pozo de agua de la ciudad de
Nóvgorod, negro y dulce.
César Vallejo murió un jueves. Tal vez de malaria, nadie está muy seguro: cuando era
un niño incendió el pequeño pueblo de Santiago de Chuco, sobre un valle de los Andes,
tal vez haya flameado sus venas en París en un día con aguacero:
y nueve meses después Osip Mandelstam fue visto por última vez, buscando comida
entre la basura de un campo cercano a Vladivostok.
Tal vez se hayan conocido en Leningrado en 1931, en una esquina; dos hombres
que bordeaban los cuarenta; tal vez hayan comparado sus cabellos grises sobre
las sienes, o las reseñas de Trilce o de Tristía de 1922.
¡Qué clase de francés pudieron hablar entre los dos! Y lo que el uno pensó que salvaría
a España habría de matar al otro.
“Mi sangre no es de lobo”, escribió Mandelstam aquel año. “Sólo un semejante podría
quitarme la vida”.
Y Vallejo a su vez escribió: “Piensa en los parados. Piensa en las cuarenta millones
de familias muertas de hambre…”
Cimbelino
Todo lo que hacemos es una explicación del amanecer.
La muerte lo explica. Hacer el amor lo explica.
Las últimas obras de Shakespeare lo explican.
Somos tan ignorantes como al principio.
Levantamos Stonehenge una y otra vez
Pensando que servirá de algo para saber dónde
O al menos cuándo. Hay una llama doble entre dos piedras
Nos eleva, igual que el sexo al arquear el cuerpo, nos conduce, más arriba,
Y nadie sabe cómo o cuándo se va a detener,
Así que todo lo que hacemos es una explicación del amanecer.
-Robert Hass
Meditación interrumpida
Selección, traducción y prólogo de Santiago Espinosa
Ediciones Valparaíso
Granada, España, 2021
Santiago Espinosa (Bogotá, 1985). Poeta y ensayista, traductor. Es profesor de la Universidad Central y del Gimnasio Moderno de Bogotá, donde Dirige la Escuela de Maestros. Es el autor de Escribir en la niebla, (Granada, España, 2015) compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos, y del libro de poemas El movimiento de la tierra (Granada, España, 2017), ganador del Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2016. En 2019 apareció en Turín Detrás de lo que escribo siempre hay lluvia, antología de sus poemas traducida al italiano. Meditación interrumpida es su primera traducción.