Lourdes María González Herrero

Afuera sangran los caballos

 

 

 

En la orilla derecha del Nilo

comienzan a caer todas las máscaras de un baile irrevocable
donde gritan los seres de la fe,
los de la duda,
y cantan nada más los convidados.
Se estrena el desconcierto:
comprar es la aventura más hermosa
y vender la más sabia.
Los descendientes crecen:
hay una estirpe naciendo en los papeles
con la música impagable de esta fiesta.
Los más humanamente desvestidos resisten el escándalo,
atrapan en el agua la luna de los sueños,
comprenden que en el río de su orilla se está muriendo el tiempo,
que de pronto su arena es una mancha ocre en las postales.
En la orilla derecha del Nilo,
detrás de las paredes,
el poeta comienza a escribir lento,
desoye las noticias y, perplejo, quiere saber su suerte:
qué lugar tiene entre la música y el río que separa esta orilla
del eco sumergido de la opuesta.
El poeta resiste detrás de sus objetos,
sabe que el mundo se divide en dos siluetas,
que las fronteras suelen cambiar danzando con el tiempo.
El poeta persiste cuidando sus ideas,
sin deudas que lo hagan aplaudir
los últimos y turbios desalientos;
desciende hasta la playa mirando los fulgores,
estrena una palabra: sus juegos infantiles que prohíben esta
fiesta postrera.
El poeta define su criterio:
las orillas del Nilo son idénticas.

 

 

Oficio de poeta

Y hablaré de los otros al término del año,
mientras las mujeres siguen soñando a Miguel Ángel en la sala de Eliot
y los hombres insisten en morir.
Diré al término de este largo regreso
que, siendo mío un trabajo sin destino,
arriesgo la paciencia indicando al extraño el sitio de la fiesta.
Vago sin credenciales,
me aproximo a este despeñadero que ofrece
una vida segura de incesantes caídas.
Puedo hablar a los otros y explicar:
siendo mío este trabajo permanente
soy inútil y mezclo el odio y el amor,
domestico las bestias de un prado plañidero
y cada vez más alto las mujeres indagan
el sitio de los hombres en la mente de Eliot.
Esperaré contando los días que me faltan
para ganar el cielo de este reino,
la parcela en la tierra de este cielo,
su gusano común.
En verdad el mío es un oficio de urdidores y durmientes.
Oigo la voz de una mujer que pasa
diciendo a Miguel Ángel los poemas de Eliot.
Sin embargo,
no voy a admirar lo decadente
ni a esperar por la puerta que pondrán en mi puerta,
insistiré en decir:
el mío es un trabajo que nunca dará bienes,
y crédula,
sacrificando el tiempo,
no podré detener el paso de esas mujeres
que en la sala de Eliot repiten sus palabras.

 

 

Afuera sangran los caballos

Frente a mi casa sangran los caballos,
los hilos rojos descienden por las mandíbulas férreamente apretadas
y se unen a la espuma del cansancio.
Cae la mañana sobre una taza de café impuro.
Es poca la distancia entre la sangre y yo,
es muy pequeña la distancia,
por eso a intervalos alcanzo a ver los ojos que, como la superficie
de un pétalo de agua, guardan quién sabe qué secreto original.
Miro por entre los tallos de las rosas amarillas puestas en mi ventana,
y veo las pieles cobrizas maltratadas, las pieles de cuero, brillantes,
bajo el sol despiadado.
Alguien aprieta la mordaza que los mantiene en medio de la calle.
Cae la mañana bruscamente enferma en mis manos.
Entre los tallos aparecen sus crines, cortadas como el pelo de un niño.
Pero los caballos sangran afuera, sus vientres hinchados son una
carga vacía, pendular.
Sus cuellos inclinan las cabezas hacia el asfalto
y los tallos muestran una alineación defectuosa:
separados los cuerpos por estrechas maderas,
cada uno domado por esa forma que tensa las correas.
Cae la mañana como un árbol cortado contra el viento.
Detrás de las rosas amarillas y delante del pórtico gris que se abre
golpeado,
sangran los belfos de los animales.
Cae la mañana como una piedra en el cristal de un cuadro.
Un brazo restalla el látigo contra las ancas femeninas.
Las patas recuperan su equilibrio. Los pétalos de agua se cierran
a la imagen.
Cae la mañana exangüe sobre las líneas rojas que cruzan el asfalto.
El dragón del silencio.
Miro el ojo dorado de la culpa y dentro veo los brumosos contornos
de otra isla llamada leyenda.
Me exijo una concentración fascinada para adentrarme en el silencio,
para percibir dentro de él las causas de mi constante apego a la casa
del dolor.
El riesgo es colosalmente intenso.
Detrás de los nublados horizontes está la mano de mi madre
extendida para salvarse. Detrás permanece el que sabe bogar contra
la corriente, pero no sabe aún vencer.
Se expande el círculo y se inserta la corona arruinada que es el
blasón de mi edad, va perdiendo fuerzas la mísera sensación de
vivir acechando las campanas del agua, las formas de la harina,
los vacíos en las estaciones de la mesa.
El silencio engendra poder. Dicen que asegura que la dicha surja
como el agua de un manantial.
El peligro es inexorable.
Miro el ojo dorado del miedo. En él hay una sombra que me
conquista. Es la sombra del día de mi nacimiento. La sombra del
lugar donde lloré, la sombra del esfuerzo que se vuelve cada vez
más difusa, más lejana, que se deja de ver y queda solo el resplandor
dorado del olvido, y el silencio.

 

 

Las horas

Un gesto va enlazando las horas.
El mismo que inventamos para ignorarlas.
El que nos permitió pensar que alguna vez no habría otras de goce.
La piedad de ese gesto va persuadiéndonos, nos emociona, nos
confunde, llegamos a creer que la historia de nuestra vida es algo
que interesa fuera de su razón impresionable.
Puro romance mantenido a través de la costumbre, y del amor, y de
la pena, y del temblor, y del miedo.
Las horas entretienen el fin.
Muestran su ineluctable acoso, el arribo y la renovación del arribo.
Pero lo entretienen, tejen una máscara para ocultarlo, crían sus
animales para el momento del rencor, hacen ruidos que nunca
podemos aprender cuando cruzamos el camino de las aguas que se
repiten entre los similares muros, más allá de la ventana abierta a
otro color.
Las horas que no se reflejan, que no se tocan, que no se truecan,
que no se conservan.
Las horas que no alcanzan más que el gesto creado para vencerlas.

 

 

 

-La isla invertebrada
Antología de la poesía cubana
Selección, notas y prólogo de Luis Manuel Pérez Boitel
Editorial Capiro
Cuba, 2017

 

La isla invertebrada

 

 

Lourdes María González Herrero (Holguín, Cuba, 1952). Entre sus libros más significativos se encuentran El luminoso pájaro de la memoria (Ed. Lunarena, Puebla, ... LEER MÁS DEL AUTOR