Déjame morir sobre la playa
AMA DE LLAVES
Hay mujeres con manos de llaves
que prueban en todas las puertas.
Prueban en una,
prueban en otra,
hasta que alguna abre.
Entonces
toman la punta del hilo rojo
resguardado de manos menos delicadas.
Y desovillan,
y desovillan
y desovillan.
Esa mujer tenía un manojo de llaves;
las mostró orgullosa como un juego.
No quería ninguna puerta,
sólo poseer las llaves de cada una.
Y los ovillos de hilo.
De todas las puntas se hizo un abrigo grueso.
Rojo, como una gota de agua en el infierno.
Todos la mirábamos subirse a los buses,
leer en las plazoletas, en los bares,
y, esa mujer, era fantástica.
Sé, era imposible o improbable
desde un comienzo. Sin embargo,
esa noche del bar, tomé la punta
del hilo de su abrigo carmesí,
lo encerré en mi puerta sin candados,
y empecé a tejer un ovillo dentro
que se mueve, palpita,
algo extraordinario.
Ya se verá desnuda y frágil,
como una hoja abatida por el viento,
entrará a mi casa, sin llaves.
Y no harán falta.
MATAR EL PAVO
Hagamos el fuego: Tiramos bombillos plásticos del guaro,
periódicos, revistas porno ajadas, y el fuego se hizo.
Sin pavo. Sin luces. Con disparos como fuegos artificiales.
A todos nos gustaría la carne fresca. El vino. Estar entre familia.
Un pavo delicioso. Y una mujer o un hombre y nunca nosotros,
que cogíamos para evitar el hielo. Las cobijas rotas y sucias.
Incendiaríamos esta ciudad con toda su gente.
Y el culo de los pavos con salsa chorrearía sobre la mesa.
Hemos visto demasiado para una misma vida:
Sacerdotes pedófilos con dinero para que drogadictos se las mamen.
También policías hincados, borrachos, rodeados
de jóvenes ladrones buscando sexo en las tinieblas.
Putas cagando en la boca de pervertidos.
Ah, sí sabremos nosotros lo que significa la noche.
Iglesias llenas.
Bares vacíos.
Hagamos el fuego, dijiste,
no comprendías que esta ciudad
arde desde hace tiempo.
RINOCERONTE BLANCO
¿Es que no te vas a levantar tampoco hoy?
¿Vas a quedarte ahí como un rinoceronte blanco,
echado, a la espera de una bala?
Respiré profundo, muy profundo.
como un buzo dispuesto a perderse
en la oscuridad de las heladas aguas.
Saqué fuerza y me asomé sin camisa
por la estrecha ventana del cuarto.
A lo lejos,
parpadeaba el sucio neón
del Hotel de Paso Paradise.
Desde ahí, se miraban carros viejos y lujosos.
-todos fornicamos en menor o mayor medida-
Abajo, entre los departamentos del suburbio,
un policía arremetía contra indigentes
que ensuciaban el parque del Alcalde
con sus cobijas, periódicos en llamas
y sus bombas de guaro contra el frío.
Y pensar que ya son escasos los periódicos,
las revistas Playboy, el contrabando del bueno.
Dentro de poco no tendrán nada para quemar,
excepto esta enorme y bulliciosa ciudad.
Me rasqué el trasero y fui en busca
de otra cerveza en el refrigerador.
Nada ha cambiado allá afuera.
Nada, aunque creo la lluvia es combustible
para los indigentes y las putas con ligueros.
Esta ciudad arderá en poco tiempo
o la prenderé con mis propias manos.
Tiene razón.
Me quedaré aquí.
Por esa bala perdida.
DÉJAME MORIR SOBRE LA PLAYA
Es necesario saber, amiga mía,
que los tiempos del amor
son tan distintos para ambos.
A tu corta edad, por ejemplo,
los errores más grandes,
son simples daños colaterales,
un giro y cambio de timón.
A la mía, es evitar el filo
del témpano de hielo,
el hundimiento previsto,
las señales del faro lejano
a las puertas de un desastre.
No lo esperaba;
aunque debí.
Cargo el corazón de un cachalote
herido por todos los arpones
de cazadores furtivos sobre el hielo.
Todos tenían inscrita la palabra amor
hasta que fui cauto y dejé de acercarme
a las costas limpias con aguas cálidas.
Con la punta más afilada
y nunca pudieron hundir
a este viejo corazón curtido
de cicatrices atadas por el fuego.
Y ya ves, amiga mía, previne todo,
menos los tiempos del amor tan evidentes.
No es necesario asombrarse,
amores perdidos como el nuestro
ya se han visto naufragar de peor manera.
Hoy sobre esa playa blanca
una enorme ballena rodeada de turistas
daba sus últimas bocanadas de aire.
Miro ese corazón enorme a punto de ceder
y es inevitable que piense en su último latido:
“Pobre amiga, también llegaste tarde,
has equivocado los tiempos del amor”
Tampoco hay que vestir la ilusión de rabia.
Ya cargarás tu maleta
con puntas de arpón,
trozos de redes de arrastre
y, entenderás de lo que hablo,
como siempre; demasiado tarde.
QUE LOS MUERDA EL AMOR
Que los muerda el acantilado del amor
antes de que sus ojos encerrados con la tarde
sean faros para los barcos pedidos.
Que se abalance sobre sí, con colmillos huecos
y perfore la carne con moscas blancas,
su caldo rojo se ensucie tras el beso;
otros heridos extiendan su amor incontenible.
Entren a las tiendas, muerdan a dependientes,
cajeros, transeúntes. Que se lance sobre sí
un tigre rabioso de nubes grises
y estalle de noche en una mancha negra
que no penetre un dardo blanco.
Conozco el aroma del amor, su virulento
espasmo en las ideas. Un ruido paralizante.
Impide alzar la voz, contrae el tórax, tus ojos
son borregos diezmados ante el cuchillo
y su beso es un camino de sangre espesa
en los dormitorios con pisos de mármol.
Que al irse perciban su ausencia
como falta una pierna, un brazo,
un ojo, una mano diestra amputada.
Que su sombra, su sentido de que aún está
no los abandone y busquen su caricia
desesperados, dementes, enfermos.
El amor es un virus incontenible.
Padézcanlo.
Difúndanlo
con
el
beso.
Que el amor sea peor que un tigre
y no lo vean venir entre su cielo
glorioso, difuso, compartido,
solo para que recuerden la herida
cuando los traicione. Y mueran.
Aún entre vivos hablantes. Mueran.
De manera irremediable. Como
mueren los dementes. Los que
aman con la carne expuesta
ante la voracidad de los perros.
Mueran.
Hasta que no olviden
que se vive de la desgracia.
HÉCTOR VIEL TEMPERLEY
En compañía del poeta argentino, Héctor Viel Temperley.
Me narra su poesía completa, bebe una cerveza.
¿A qué viene Héctor Viel a casa?
¿Para tomarse la cerveza y hablar de cómo deja de llover?
No lo quiero en casa. Siempre bebido o invitándote a la bebida.
Tratalo de lejos, como él quiere, igual que un barco apestado.
Viene con un cuchillo en mano, los ojos en vidrios húmedos,
con vapores limpios de la cebolla. Insiste en que se largue de una vez.
Nada de cerveza. Nada de sus libros.
Tipos holgazanes que beben de la ubre de su madre
y de mujeres como su madre.
Dejo la Obra Completa de Viel sobre el escritorio.
También quiere que deje de escribir.
De perder el tiempo en un oficio sin salario ni seguro social.
Con ese libro cerrado, sé que no habrá más poemas.
Dentro tiene una dedicatoria del editor Quintanilla:
“Este libro pertenece a Randall Roque,
que ama la poesía y quiere vivir en ella”.
No sé qué quiso decir. Estoy solo en casa.
Héctor Viel Temperley ha muerto.
DITA VON TEESE
De algún modo perdí el juego
y era quien cortaba las cartas.
Se supone que no sucedería.
He bebido y llorado sobre ese paño verde
tanto como Jesús en el Monte de los Olivos
y tampoco apartaron el caliz de tu martini
derramado en botellas sobre tus caderas.
¿Apostaste en mi contra?
Si es así, te felicito,
serás afortunada lo que resta del juego.
Conservarás la santa castidad de las cantinas.
Podrás pulir con tus piernas los azules tubos
de Clubes nocturnos en Orange de California,
lleno de traileros, taxistas y locos ejecutivos,
atrapada entre las luces ambarinas,
líneas de coca en billetes tan verdes
como el fuego de varylio del whisky.
¿Cumpliste el sueño de tu padre
en la primera portada de PlayBoy?
Complaceme ahora con tu acto Burlesque.
Los ángeles perdieron sus alas por mirarte
a través de los vitrales de abandonadas iglesias.
Amor,
la horda del fuego
no arde en estos maderos.
Te he amado
en un cuerpo rocoso,
un caldero de huesos
más blanco que tu encaje
¿De qué fuego estás hecha Dita Von Teese?
Es hora de demostrarlo.
SÍNDROME DEL CORAZÓN DEL SOLDADO[1]
No habló por casi tres meses
y cuando lo hizo, distó de ser
un buen conversador. Luego
escribió un libro sobre la guerra
que nunca publicó y quedó
sobre un viejo banco de laurel,
escrito con una máquina Olympia
e incorregible en el mejor de los casos.
Entonces su nieto olvidó el sufrimiento
de su padre con su abuelo mudo y ortodoxo.
Vendió la finca, el heno, un caballo flaco,
quemó la panga y las cañas de pescar,
enterró el cuchillo con el que su padre
degolló a su abuelo cuando sufrió alzheimer.
Y apostó en Las Vegas la locura de su abuelo
la agónica tristeza de su padre viudo
y colgante de una viga en el cuarto de lavado.
Todos regresan a sus casas u hospitales
con el síndrome del corazón del soldado.
No hablan. No duermen. Convulsionan.
Su rostro es rígido como su afecto.
Quedan ciegos de pronto y rodeados
de ruidos inaudibles para otros.
Así que apostó todo lo que pudo
en busca de una satisfacción
entre tanta desgracia.
Hay pequeñas glorias.
Como lanzar los dados.
Apostar a un caballo.
Quemar la casa del abuelo
con tu padre colgado de una viga.
Notas
[1] Del libro Desplazados y Adictos (Ed. Juglar, 2020. Madrid)
-Randall Roque
El diablo vuelve a casa
Nueva York Poetry Press
2020