La escalera de Jacob
(Traducción al español de Alejandro Crotto y Ezequiel Zaidenwerg)
Lo que él fue
Hay alguien que llegó y que llevando
en germen su lejana muerte va a crecer
entre el dolor y la alegría de los hombres,
va a conocer la música y el llanto, y todo porque
la rara flor de tus muslos
se abrió en mi cuerpo. Desde nuestra alegría
la historia de un extraño empieza. ¿Quién
es este que cabalga en lo oscuro? Yacemos
a la luz de las velas; los invisibles y
veloces movimientos del bebé
estremecen mi vientre debajo de tu mano.
¿Quién es este que, concebido
en la alegría, va a quedarse
a solas nueve meses en un silencio amurallado?
¿Quién es este
que cabalga en lo oscuro; el tirano
del cuerpo nueve meses,
a solas nueve meses en un silencio amurallado
que no podemos comprender?
¿Sea quien sea, saldrá desde lo oscuro,
sus llantos suplicando compasión,
ya no será el tirano, pero estará solo todavía,
en una soledad donde no llega la memoria?
¿Y sus labios con sed buscarán estos pechos,
confiados, aferrándose a la vida?
¿Han de mirar sus ojos desde esa soledad?
Su sabio rostro, anciano e inocente,
deberá asumir una infantil ignorancia
antes de que lo conozcamos, un tercero
irrevocable en nuestras vidas; el bebé
debe dormir, llorar, pasar hambre, y mirar
varias semanas antes de conocer la risa. El amor
no podría desearle una vida sin sombras,
pero ojalá que siempre
haya amor en la vida que nuestro amor ha hecho.
Los soñadores
Dormida, la cabeza, tan sensual,
yace más cerca que su mano,
pero secreta, inalcanzable,
un territorio inexplorado.
Cada uno, en el cristal que se endurece,
de su orgullo atrapado,
abstraído acaricia
al extraño que yace a su lado;
al hondo abismo de ser dos
no lo zanja el deseo,
la fría salamandra, la razón,
sin quemarse en el fuego.
Ella escucha el sonido de la noche,
igual que el de las olas al romper,
y se acurruca al lado del que duerme,
inaccesible como él.
El instante
“Vamos a ir bien temprano, antes del desayuno
a buscar hongos” dice mamá.
Temprano, muy temprano: el sol
ya salió, pero está escondido en la niebla.
La casa queda atrás, con los que aún duermen;
subimos la colina cubierta de rocío,
llevando las canastas en silencio.
Los hongos firmes, fríos;
matas de hierba oscura, brillo de telarañas,
el pasto corto, suave. Bien temprano y en calma. No hay
ni valle ni colinas: nubes alrededor de nuestras piernas,
hilachas de las nubes en el pelo, lana húmeda
enganchada en el alambre de púas, flores pinchudas
y amarillas, sin olor.
Entonces, de repente
va alzándose la niebla, y en seguida
se disipa y se aleja–
“¡Mirá!” me dice ella agarrándome
“¡Es la región de Eriry!
¡El monte Snowdon, a
setenta
kilómetros”– la voz
como una ola que llega a Eriry
y cae.
El monte Snowdon, la casa de las águilas,
el lugar de descanso de Merlín,
el corazón de Gales.
La luz
hace brillar la cumbre
en una escena única, y en seguida la niebla
vuelve a cubrirlo todo.
La escalera de Jacob
La escalera no es
una cosa trenzada con fibras relucientes;
algo de una radiante evanescencia,
para los ángeles, que apenas si miran al pasar
y ni siquiera tocan con los pies la piedra.
Está hecha de piedra.
Una piedra rosada,
que en su brillo parece ser más blanda
porque el cielo detrás es de un dubitativo
y dudoso gris nocturno.
Una escalera de ángulos
abruptos, sólidamente construida.
Se advierte que los ángeles deben dar un saltito
para bajar de un escalón a otro, agitando
las alas levemente:
y que, para subir, un hombre
debe rasparse las rodillas y ayudarse
con las manos. La piedra labrada les ofrece
a los pies titubeantes un consuelo. Lo rozan alas.
El poema asciende.
El manantial
No digas, no, no digas que no hay agua
que calme la aridez de nuestros corazones.
He visto
el manantial que brotaba de la pared de piedra,
y a vos bebiendo de él. Y también yo
mientras vos me seguías con los ojos
encontré la manera de trepar
para beber el agua fresca.
La mujer del lugar miraba fijo,
pero no porque el agua
tuviera algo de malo
sino porque quería asegurarse
de que después de haber bebido hasta saciarnos
nos sintiéramos frescos.
No digas, no, no digas que no hay agua.
Sigue ahí el manantial, entre estriadas
rocas verdes y grises,
y siempre estará ahí,
con su música suave y su raro poder
de brotar en nosotros,
a través de la roca.
Septiembre de 1961
Éste es el año en que nuestros mayores,
los grandes de verdad,
nos dejan solos en medio de la ruta.
La ruta lleva al mar. En los bolsillos
guardamos las palabras, indicaciones crípticas.
Se llevaron consigo
la luz de su presencia, la vemos alejarse
sobre un monte
y perderse a un costado.
No es que se estén muriendo;
sólo se han retirado
a una dolorosa intimidad,
y deben aprender a vivir sin palabras.
E. P. “Se parece a morir.” Williams: “Yo no podría
describirte las cosas que han estado
sucediéndome”
H.D.: “No puedo hablar”.
La oscuridad
se retuerce en el viento, las estrellas
se ven chicas, y tiñe el horizonte una confusa niebla
luminosa que la ciudad proyecta.
Dijeron que
la ruta lleva al mar,
y nos pusieron
el lenguaje en las manos.
Oímos
nuestros pasos cada vez que un camión
nos pasa por al lado, encandilándonos,
para dejarnos luego en silencio otra vez.
No se puede llegar
al mar por esta ruta
interminable, a menos que al final
uno se aparte de ella
y siga, así parece,
al búho silencioso que planea,
yendo y viniendo encima de nosotros,
y que después se interna en la espesura.
Pero para nosotros
la ruta se despliega por sí sola, contamos las palabras
que tenemos guardadas aún en los bolsillos,
nos preguntamos cómo será sin ellas todo,
seguimos caminando, sabemos que nos queda
mucho por recorrer,
a veces nos parece que el viento de la noche
trae el olor del mar…