Tu rostro después de la lluvia
(Traducción al español de Emilio Coco)
Jaccottet en su estudio mientras escribe Et, néanmoins
Paroles à la limite de l’ouïe, à personne attribuables, reçues
dans la conque de l’oreille come la rosée par une feuille.
Philippe Jaccottet, Et, néanmoins
Piensa en el martín pescador del jesuita Hopkins.
El naranja y el azul como la pulpa de un vitral
de la catedral para él inaccesible.
Reflexiona sobre cómo es fulgurante esa criaturita
agachada en el río de hace algunos años,
sin percatarse de que también su rostro se está volviendo igual.
Está extendiendo las arrugas, está estirado. Su mujer pinta en el taller.
Él dirige su atención hacia un huerto de membrillos
que cambió la percepción de las cosas.
Ha borrado un título, luego ha escrito
con la paciencia y la deferencia del botánico
de los boscajes sagrados en los Alpes y de un minúsculo petirrojo
que acaba de alcanzarlo en el jardín. Se detiene Philippe. Tiene un colapso.
(La Drôme tiene un ánimo gris perlado, Alvernia permanece en silencio.)
Escucha palabras que nadie en ningún tiempo oyó.
Su pluma cauteriza el aire.
‘Todas cosas de nada, ínfimas. Que salga el yo de la poesía’,
parece balbucear, mientras corta un higo
que limpia el escritorio y deja un cerco.
‘Que entre la docilidad de la violeta, la humildad
de la zanahoria selvática, la ausencia del sujeto,
la acogida del no olvido de sí.’
Sonríe, y su boca es un racimo de grosella.
Las nubes de la Alta Provenza aguzan el oído. El Ródano se vuelve.
‘Que entre un sujeto espacioso, que hace espacio como un cañaveral.
Un yo no yo presente a sí mismo.
Que entre el drapeado turquesa de convólvulos en mi espacio. Lo ínfimo
Lo insulso.
Yo me quedo.’ Philippe se levanta despacio del escritorio
y ahora camina cauteloso,
porque parece que ha comprendido algo,
una nueva conciencia se levanta más allá de las opiniones de Starobinski
y parece conducirlo en el murmullo indistinto
de un yo pobre,
de un centro de la tierra, un arado donde no se cede
al límite de la cañada, ya no se resbala por fricción
sino que se vive la práctica de una fresca pureza
en el nido de la anémona de Grignan. ‘Y, sobre todo, repite,
que entre la humildad de la zanahoria selvática.’
Abuelo Arlo lee el periódico
Abuelo Arlo lee el periódico.
Al leerlo me encuentra. Al encontrarme
ve que a veces escribo. Escritura
que está aún por llegar. Está contento
de ver lo que vendrá, leer lo no visible
a todos. Y yo no sé encontrarlo
con exactitud. Lee atentamente también la palabra ‘Delia’.
Sílaba por sílaba.
Se pregunta quién es.
Por qué es tan insistente.
Pero, bueno, abuelo Arlo. Será posible?
No prestas nunca atención.
Lees pero estás absorto. Nunca me oyes.
No oyes.
Abuelo Arlo, en fin, estás siempre absorto.
Tu rostro después de la lluvia
Después de la lluvia el rostro de las colinas
se viste de un brillo singular.
Como si estuvieran apenas pintadas
la nariz del relieve, las cejas de la altura
y se quedaran allí, secándose.
Así ocurre en los atardeceres estivales
cuando la luz magnánima
cae en el arco ojival del día,
recubre las arrugas de los muros
de un matiz más encendido.
Todo parece nacer al momento.
Salir de mano obstétrica.
Lo que era raído y desteñido
toma nueva vida expresiva.
Y qué extraña luz tiene
tu rostro después de la lluvia,
está más terso.
Acaso porque las facciones secas
están lavadas por un sueño pluvioso
y las imperfecciones lustrales crecen sin pena
olvidando ser tales.
Tu rostro después de la lluvia
es lluvia que no cayó.
Después de la lluvia tu rostro
es más justo y más verdadero.
Renoir pinta a Monet
¿Qué le habrá pasado? Hoy voy a pintar ‒
habrá pensado ‒ no la pintura
sino el sacerdote que la oficia,
ésta es seguramente su mira.
El objeto de mi estilo hoy,
continúa Renoir su razonamiento
en la habitación oval, es el estilo de por sí,
el sujeto es objeto:
no paisajes genéricos o personas danzantes,
no Aline sentada en la veranda,
espejos crueles que esconderán su mano.
Que el lienzo glorifique por una vez el amante
y no egoístamente a ella misma.
Que Narciso se vaya de paseo, tome el aire
como la mujer amada que desvíe
de sí misma la atención para dejar
espacio delicadamente a quien la cantó.
El día se confunde con la noche,
hermanados en la única, distinta línea recta
del horizonte, punto escalonado en que los amigos y los lugares
se ponen juntos, entran en simbiosis
al efigiar un solo lugar amigo.
Allí donde la figura que termina inicia el lugar,
Creador en las criaturas, el símbolo
es carne, la oscuridad es viveza.
Pinta Monet, pensando en estas cosas,
y tiene una duda: pronto se disipa. Sigue.
Las pinceladas son ahora lluvia
de siempre mayores convicciones,
torrente de una verdad antigua
a la cual nunca había prestado fe
y la palidez tiene una más alta razón
de claridad, de fuerza centrífuga
en el pintar que acerca al centro,
se alinea al corazón del problema humano,
sombra perfecta del jardín de él
en Argenteuil.
Bonnefoy sobre Hopper
Hombres y mujeres solas, paisajes ausentes, salcedas, salas de espera
y enteras ciudades abandonadas a la mirada
de nadie. Es una idea de soledad que él busca
y por la cual parece habitado. Con ‘Chop Suey’ o los noctámbulos
o la señora en el tren, el tema se vuelve costumbre. Poco a poco
la pintura parece inmovilizarse,
la narración se interrumpe,
aunque sea una laica Anunciación.
Algo se activa con trazos marcados, pero más a menudo ‒ todo está parado.
La provincia americana no mueve ni un músculo.
Nada balbucea, sólo relámpagos de magnesio.
Siempre hay alguien que piensa, reflexiona. Y muy a menudo
es una mujer, menos propensa que el hombre a preferir
la andadura de la bolsa a las espirales
de una alegría por momentos ilusoria.
Cenando con tu ausencia
A veces viene a buscarme tu ausencia.
Entonces, en éxtasis, pongo la mesa
con precisión que exige devoción
y ya la mesa resplandece con sus cubiertos en la hora exacta.
Me doy un aseo superficial y desde el baño oigo
el borde torcerse, la grieta agrietarse
lo que no tiene cuerpo hacerse carne ‒
ya llama al umbral de años y años perdidos
tu no estar que me vive.
No está la mujer de mi vida
y es tenaz negación que se vuelve
eventualidad, don de lo posible
y sin embargo obstinación del rechazo que amo
para una sobremesa en el hueco
de lo no conocido, frustrada recaída en sí
en vista de una más hospitalaria salida de mí mismo
que aún no es,
aún por poco tiempo, encuentro de ti.